sábado, 8 de abril de 2017

Adiós heavy metal.- 1995

Adiós heavy metal.- 1995


   Era el emblema de la revolución industrial en un país de pocas máquinas, la obra magna de la siderurgia española. Altos Hornos de Vizcaya, un símbolo en la margen izquierda de la ría de Bilbao, vive una lenta agonía, a los 91 años de su nacimiento, víctima de la reconversión del sector.


   He oído un lamento. “¡Que fea, que jodidamente fea era la fábrica! Pero, ¿sabes una cosa? Ahora nos damos cuenta de que sólo nosotros la queríamos de verdad”.

   Altos Hornos de Vizcaya nació de la fusión, en 1902, de las grandes acerías de la margen izquierda de la ría de Bilbao. Esta catedral herrumbrosa y humeante fue la obra magna de la siderurgia española. Se levantó en lo que llamaban el Desierto, en Barakaldo, y en si entorno creció una impresionante metrópoli proletaria. Primero fueron los cuarteles, los miserables barracones. Luego, casas cooperativas bautizadas con un sueño, como El Hogar Futuro, El Porvenir o La Aurora. Finalmente, bloques de viviendas tipo colmena. En los años de esplendor, AHV llegó a emplear a 16.000 personas. Producía millones de toneladas. Contaba con 50 kilómetros de vías propias de ferrocarril. Era también un paisaje, una segunda naturaleza gris envuelta en niebla viscosa que modificó tierra, mar y cielo.

   Esto, algún día, fue el futuro.

   Inmensas naves ocupadas por un silencio de reloj destripado. Montañas de parva. Con sus capas de colores geológicos. Pozos de escoria. Chaparrones incandescentes. Turbinas que parecen la máquina del tiempo. Riachuelos y cascadas de arrabio ardiente. Camiones arácnidos. Remolques cisternas a los que llaman torpedos. Figuras humanas, pausadas  como buzos, surgiendo de nubes de vapor. Uno espera que de un momento a otro salga de una esquina Mad Max o una criatura motorizada del cómic de Moebius.

   Estalla la Goma 2. Se desploma como una araucaria aserrada la gran chimenea. Un viejo edificio se retuerce como malherido dinosaurio de músculos metálico. Ciento cuarenta mil metros cúbicos de escombro.

   Lo que aparece es un hombre con traje de faena, casco de seguridad y un ladrillo bajo el brazo. Piensa colocarlo encima del televisor de su piso obrero.

   Se llama Venancio.

   Es barbudo. Lleva en la pechera una insignia hace tiempo pasada de moda. Una estrella roja.

   La barba está blanqueando. Los montones de grafito brillan con el sol. Pasa un gato. Hay una estirpe de respetables gatos en Altos Hornos. En tiempos eran profetas salvadores. Olían los gases, detectaban el peligro. Por ahí siguen, paseando con elástico desconcierto, maullando entre las ruinas.

   Venancio mira alrededor. Chasquea la lengua. Espero un discurso duro y justiciero. La denuncia contra la extinción de una clase. La de los obreros nacidos antes de 1952. Haber cumplido los 40 años es ser viejo. No entran en los planes de futuro. En boca de ejecutivos y políticos, la palabra modernización es un abracadabra. En la margen izquierda es una mierda. No la uses si quieres que se fíen de ti y no te tomen por un cantamañanas.

   Tampoco preguntes demasiado sobre el futuro, por más que te haya impresionado la monumental maqueta de Bilbao Ría 2000. Juan Antonio Mendieta, de 50 años, y Carlos Azpiolen, de 37, se acercan con ladrillos renegridos bajo el brazo, Un souvenir AHV para poner encima del televisor. ¿El futuro? Sí, claro que hay un futuro para los jóvenes. “Meterse a hertzianas”, bromean con sorna. “Hacerse policías”.

   El último aullido potente de la margen izquierda fue la Marcha de hierro. Cientos de obreros siderúrgicos caminaron en columna de Bilbao a Madrid, en octubre de 1992, para salvar sus puestos de trabajo. Se cerraba un círculo. Cien años antes, al alba del 14 de mayo de 1890, saltó la chispa nueva en un país de hierro. “Por el alto del túnel de La Arboleda bajaban a las nueve y cuarto unos mil trabajadores en línea, precedidos de una bandera roja. La voz que predominaba en este grupo era la siguiente: “¡Viva la unión obrera! ¡Abajo los cuarteles!” (El Noticiero Bilbaíno). Se iniciaba la primera gran huelga, saldada con éxito. El general Loma, al mando de las tropas, acabó por dar en buena parte la razón a los obreros. Gracias al convertidor Bessemer, un descubrimiento que permitía la producción de acero por vía directa, las ricas hematites vizcaínas, hoy agotadas, se habían vuelto oro y permitirían el desarrollo de una poderosa oligarquía. Pero las condiciones de vida de los trabajadores eran penosas. Un observador extranjero, I. Declaux, comparaba el abarrotado hospital minero de Triano con “un destacamento quirúrgico militar en la línea avanzada de combate”.

   En aquellos tiempos se destacó un líder, Facundo Perezagua. He visto una foto suya, en sepia, en unos de esos libros que ya no se escriben. La mirada lejana. La barba blanqueada. Los zapatones. Venancio es clavado a Perezagua. Sus zapatones cuentan una historia. Tengo la impresión de que ya los he visto antes. De que son los mismos zapatones de currante que pintó Van Gogh en Alabama en 1936. Llegó a Madrid, al Ministerio de Industria, con ellos en la mano, los pies llenos de ampollas, reventados. Fue la imagen que inmortalizó aquella última batalla: Venancio con sus zapatones en la mano.

    Así que esperas un discurso duro, palabras como puños cerrados, y surge una confidencia emotiva, como si el legendario Perezagua viniera a despedirse. “¡Que fea nos parecía la fábrica! Jodidamente fea. Todo era de color gris. Tiznaba la cara, la ropa, las casas. Escupías y salía de color gris, como el grafito. Yo fui el último de baterías. Había que beber agua todo el tiempo. Ahora que lo pienso, también eran grises los uniformes y los jeeps de la policía. Me sentía bien cuando nos rebelábamos. Parecía que cambiaba el color de las cosas. Por la cuesta de La Iberia de Sestao íbamos los de Altos Hornos. Por la Gran Vía, los de la Naval y Aurrerá. Por Vía Galindo subían los de la General Electric y de la Babbcock & Wilcox. Era impresionante. Tenías la sensación de ser algo de verdad. ¿Y ahora? Nos damos cuenta ahora de que sólo nosotros queríamos de verdad a esta jodida fábrica. Los hornos de Barakaldo alumbran todo Bilbao, tarararirarará. Se ha vuelto triste esta canción. Me gustaría que no lo tirasen, el horno alto, el que sale en los cuadros y las fotos. Si, tío, me entran ganas de llorar cuando lo miro. ¿A que es bonito? Ahora pienso en eso. Sólo nosotros la queríamos de verdad. A la fea fábrica”.

   Venancio González Mendiola, de 43 años, está ahora sentado en el tresillo de su piso obrero, en Sestao, con su mujer, Karmele, y su madre, María Luisa. La salita es muy pequeña. Debió de ser complicado pasar el sofá por las puertas. En las estanterías del armario hay un enjambre de gente. Retratos que se ponen a hablar, que recuerdan. Tres generaciones de trabajadores de Altos Hornos de Vizcaya. El abuelo, que se quedó paralítico cuando le cayó una plancha de metal encima. El padre. Los dos hermanos compañeros de la empresa. En color, todos los pequeños de la estirpe, ya bautizados con nombres vascos. En esta salita se tumbaba el chaval revolucionario, de primer oficio hojalatero, cuando había que andar listo para brincar por la ventana y huir. En una de las detenciones, en el temido cuartel de Garellano, le hicieron mil perrerías, como la ducha fría la bañera y la ruleta rusa. Un revolver en la sien. “Adiós, chaval”. En otra ocasión, para pagar la libertad del mozo, su madre tuvo que vender las dos vacas que le tocaban de la herencia.

   “¿Le devolvió aquel dinero de las vacas?”.

   “No, todavía no”, ríe la madre.

   En tiempo libre es concejal en Sestao. Un incansable todoterreno. Incluso los que no le votan te encomiendan a Venancio para encarnar la historia de los de abajo. “Es uña y carne de AHV”.

   “Soy comunista”, dice con una sonrisa como si fuese Uncas, el último mohicano, al enseñar orgulloso el tatuaje de su tribu. “Sigo teniendo ese ideal y voy con la cabeza alta”.

   Nació escuchando el cuerno, la sirena de AHV. La factoría estaba ligada a su destino. En la margen izquierda empieza a instalarse la terapia del olvido. Si la han de tirar, mejor que no quede nada. Sí, fue el emblema de la revolución industrial en un país de pocas máquinas, ¿y qué? No vamos a llorar ahora, como si fuera el Partenón o la capilla Sixtina. Una parte se irá a la India para seguir siendo fábrica. El resto será chatarra. La vida continúa. Altos Hornos de Vizcaya se integra en el seno de la nueva Corporación Siderúrgica. En una parcela se construirá la Acería Compacta de Bizkaia. Pocos empleos, es cierto, pero más eficientes, en el umbral de la tecnología accionada por gente con bata blanca. Lo demás es pasado. Se acabó una época. Así que a otra cosa mariposa.

   Hay gente que lo ve de otra forma. Por ejemplo, el barakaldés José Eugenio Villar en su magnífico libro Las catedrales de la industria. La margen izquierda de la ría del Nervión fue una de las grandes concentraciones industriales europeas. No hay grandes abadías románicas ni catedrales góticas. Están los Altos Hornos, que cambiaron la historia. Dice Villar: “Las actuaciones urbanísticas que está previsto realizar sobre espacios y paisajes caracterizados por su dedicación industrial deben contemplar un entramado urbano capaz de conservar elementos y paisajes que mantengan en la memoria futura una imagen suficientemente evocadora del pasado”.

   Venancio lo dice a su manera: “Deberían conservar al menos el alto horno 1, que se creciese la hierba alrededor y los niños preguntaran para qué servía eso”. Su interés no nace de las tesis de la arqueología industrial, sino de las entrañas. “¿Qué quieres? Hay veces que lo miro y me entran ganas de llorar. Se me inyectan los ojos como cuando limpiábamos el azufre con sosa”.

   Si fuera árbol, Javier Bilbao, de 45 años, sería un roble. Es fornido como solo puede serlo un levantador de piedras o un operario del horno 1. En el turno se masca silencio. Hoy es el último día para el horno 1. Cuando entra en acción el perforador, me quedo imprudentemente hipnotizado con los fuegos artificiales. Javi me desplaza hacia atrás con sus brazos de hierro. Sabe lo que es dejarse la piel aquí. En una ocasión les sorprendió uno de esos chaparrones. Es una quemadura insoportable. Las partículas de mineral incandescente penetran en la carne como una mezcla de napalm y metralla. Del hospital de Cruces recuerda como una bendición el alivio de verse envuelto en una primera sábana empapada en agua. Hay otra huella más profunda, que liga a este hombre a AHV con el lado duro de la vida. Aquí murió su padre en accidente de trabajo, cuando él era solo un crío. Se despide del horno 1 después de nueve años en este puesto. Cuando el calor se hacía agobiante y todo el cuerpo rezumaba sudor, Javi tenía un recurso para refrescarse: se veía en el monte, acompañado por su leal perro Toby, levantando perdices.

   La metrópoli proletaria atrajo a miles de inmigrantes. Ahora, la margen izquierda pierde población. Son muchos los que piensan en el retorno. A Galicia. A Andalucía, A Extremadura. No es una decisión alegre. He hablado con hombres quebrados que quisieran encontrar el trébol de las cuatro hojas. Han enraizado aquí. Sus hijos les llaman aita (padre, en euskera). “Aita hace hierro”, dice en la escuela el hijo de Carlos García, de 38 años, de familia murciana.

   Para nada piensa en volver a la tierra de origen. Cuando deje de conducir arrabio ardiente por el cauce de arena refractaria pensará en otra alternativa. Ha ido seis años a clase para entender euskera. No le disgusta el nacionalismo siempre que sea de izquierdas y solidario. Enciende un ducados y la bocanada de humo se entrelaza con el vapor de la escoria.

   Aita hace hierro. Le gusta esa frase del hijo.

   En la planta baja del edificio hay un gran cuadro naturalista de anónimos aitas que hacen hierro. Una composición en la que se funden hombres, máquinas y fuego. En el pasillo del piso superior cuelgan retratos personales de los próceres de AHV. Allí están los históricos apellidos, con chalé en Neguri, que hoy mantienen su pedigrí y su influencia en la industria y las finanzas. Del árbol de los Gandarias, una de las familias fundadoras, es Alfonso Berecua Gandarias, de 37 años, abogado de AHV. Habla con orgullo de la “cultura empresarial bilbaína”. “No se nos educó para ser funcionarios, militares o notarios, sino para montar negocios y trabajar. Yo estudié en Deusto. Acabé la carrera el viernes y empecé a trabajar el lunes. Nuestros bisabuelos y abuelos iban los domingos a la fábrica. Y toda la pasta iba al negocio”. La crisis de la siderurgia es muy larga de contar. La caída en picado de los balances de AHV se inicia con la crisis de los setenta y se acentúa en los ochenta por la competencia de centros de producción más baratos. Como los del Este, y el no haber afrontado una renovación a tiempo. Altos Hornos está hoy integrada en la Corporación Siderúrgica, y Alfonso es un asalariado del sector público. A pesar de las circunstancias que atraviesa el País Vasco, es optimista sobre el futuro económico y rebate con llaneza coloquial la tesis de una dejación empresarial de la burguesía bilbaína. “De Neguri, irse, lo que se dice irse, nadie, ¡qué cojones!”. Da la impresión de que me mira como Darwin a un bicho raro de las Galápagos cuando le pregunto si no siente tristeza de que todo sea pronto chatarra y escombro.


   “¡Ni pena ni nada! ¡Quitamos las chimeneas y ponemos otra cosa!”.

   Es de noche. El último alto horno alumbra la ría. Mañana tengo que ver la gran maqueta futurista del Bilbao 2000. Intento retener la música de Gris Perla, el grupo de rock que ensaya en una casa que se desmorona, separada de AHV por los raíles del tren y una alambrada. Debo de ser un estúpido sentimental. No se me van de la cabeza los zapatones de Venancio.

   “Solo nosotros la queríamos, a la fea fábrica.


* * * * *

Publicado por Manuel Rivas en 1995

En El País Semanal.

Obra original perteneciente a los fondos bibliográficos de la Fundación Sancho el Sabio Fundazioa. (Vitoria-Gazteiz).

http://hdl.handle.net/10357/30179



sábado, 1 de abril de 2017

El nacimiento de un barco.- 1995

El nacimiento de un barco.- 1995

Castro Prieto, Chamorro, Díaz Burgos, García Rodero y Lorrio,

Artistas invitados, a petición de Astilleros Españoles.

KOLDO CHAMORRO. Juegos de luces y sombras. Plancha ce acceso a bordo de la grada.
   Si algo apreciamos sobremanera en FOTO es el entendimiento entre la industria y la cultura –en nuestro casa, la fotografía-. Astilleros Españoles es sin duda una de las grandes empresas del Viejo Continente que mejor ha atinado a proyectar su imagen a través de la fotografía- Primero recuperando su extraordinario archivo histórico, para enseñarlo luego a través de una exposición y un catálogo, tarea que encomendó a Publio López Mondéjar. Y después, realizando encargos específicos a distintos fotógrafos del país. Técnica y arte se dan la mano.

   “El nacimiento de un barco” es un libro fuera de lo común. Editado con una cuidadísima puesta en página, primorosamente impreso, documenta en fotos el proceso de construcción de un barco. Juan M. Castro Prieto y Félix Lorrio fueron los autores elegidos para fotografiar, cada uno con su personalísimo estilo, las distintas fases de la construcción de los buques portacontenedores “Nuevo León”, “Yucatán”, “Sonora” y “México”, en 1993 y 1994, en Astilleros Españoles, Sestao (Vizcaya), para la compañía Transportación Marítima Mexicana (TMM). La edición y coordinación fotográfica estuvo al cuidado de Publio López Mondéjar.

   El Ejemplo de Astilleros Españoles al conjunto de la industria tiene el doble mérito de apostar por fotógrafos nacionales para documentar con el máximo nivel de calidad fotográfica la práctica del objeto social de la compañía, y también por hacerlo a pesar de tratarse de un sector, como es la industria naval, castigado por una severísima crisis.

   Sectores de actividad económica bien boyante en el país –banca, construcción inmobiliaria, turismo, pesca, vitivinícola, textil, comercio en grandes superficies, informática, telecomunicaciones, electrónica, ¡fotografía!...-, ya tienen un espejo en que mirarse.

   Que cunda el ejemplo. 

KOLDO CHAMORRO. Pulimentado de una hélice.
CRISTINA GARCÍA RODERO. Inspección del codaste antes del traslado para su montaje en el buque.

CRISTINA GARCÍA RODERO. Eliminación de la rebaba.

JUAN M. DÍAZ BURGOS. Montaje de la hélice. Fase final.

JUAN M. DÍAZ BURGOS. Trabajos en la zona de popa, antes de la botadura

JUAN M. DÍAZ BURGOS. Preparación de la tribuna de botadura.

FÉLIX LORRIO. Pintura del casco del buque.

FÉLIX LORRIO. Distintos momentos de dos portacontenedores en grada.

JUAN M. CASTRO PRIETO. El buque “YUCATÁN”, la noche anterior a su botadura.

JUAN M. CASTRO PRIETO. Botadura del buque “YUCATÁN”.

  
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Publicado por la revista FOTO en noviembre de 1995

Obra original perteneciente a los fondos bibliográficos de la Fundación Sancho el Sabio Fundazioa. (Vitoria-Gazteiz).




sábado, 25 de marzo de 2017

Apaga y vamonos.- 1995

Apaga y vamonos.- 1995


   Alimentado con carbón vegetal y reanimado con inyección de aire frio, el primer alto horno lo construyó la sociedad bilbaína Ibarra, Mier y Compañía, en la fábrica de hierro Nuestra Señora de la Merced, del cántabro valle de Guriezo, límite con Vizcaya. Era 1847 y la revolución industrial gateaba aún en pañales. Sólo un año después, empezaba a funcionar el alto horno de la fábrica de Santa Ana, en 1855 se encendían los de Nuestra Señora del Carmen, en Baracaldo, y en1890, los tres altos hornos de la sociedad Vizcaya.

Aspecto de Altos Hornos de Vizcaya de Noche.
   Con estos poderes llega el Bilbao de principios de siglo al 26 de junio de 1901, la fecha. Se reúnen ese día los representantes de Altos Hornos y Fábrica de Hierros y Aceros, los de Vizcaya y los de Iberia, para firmar el acuerdo de fusión de las tres empresas. Nace Altos Hornos de Vizcaya Sociedad Anónima. Treinta y tres millones de pesetas, el capital inicial; doscientos administrativos, catorce ingenieros, setenta y cinco contramaestres, cinco mil seiscientos obreros y doscientos treinta mineros, la plantilla. Se cierra el primer ejercicio con una producción de 147.778 toneladas de acero.

   La ría, el perdido Nervión, es entonces, escribe Unamuno, “una ría de reflejos metálicos, sucia de ordinario con escurrajas negras de carbón y rojas de menas de hierro; una ría que se hincha a las horas de la marea con el agua del mar cercano, y luego en bajamar se convierte casi en una cloaca; una ría que parece arteria de enfermo”.

   Y es, tras la guerra, símbolo. El franquismo se vuelca en el apoyo de Altos Hornos, pilastra del régimen. La reconstrucción nacional aumenta la demanda, pero el aislamiento y la falta de divisas impide el necesario acceso a las firmas extranjeras para la compra de instalaciones. Cada mejora técnica es anunciada a bombo y platillo. La batería de cincuenta hornos de coque es inaugurada por todo lo alto, igual que la acería LD de tres convertidores, tres mil toneladas de arrabio de capacidad máxima, igual que los trenes de laminación de Ansio.
   En 1972, se alcanzan por primera vez los dos millones de toneladas de acero. Pronto, sin embargo, llegará la agonía.

   La crisis estalla en 1974 y a partir de 1978 se hace insostenible. Dos mil ochocientos millones de pérdidas en 1977, siete mil millones en 1978, nueve mil millones en 1979, con peligro incluso para el pago de nóminas. En febrero de 1980. El gobierno destina diez mil millones de pesetas para la operación a corazón abierto de Altos Hornos de Vizcaya. Se consigue superar la producción del año anterior, pero se pierde casi once mil millones de pesetas. Los gastos son superiores a los ingresos que, por otra parte, superan los de Gran Bretaña, Italia y Japón.
   El 4 de mayo de 1981, seis bancos privados firman un acuerdo para financiar AHV con cuarenta y un mil millones de pesetas.

Javier Miranda saca con un cazo una muestra de Arrabio
   Cuatro días después, el Gobierno aprueba por decreto la reestructuración. Adecuación al sistema de precios de la CECA, el INI avala un crédito por valor de ocho mil quinientos millones para AHV, se encarga el informe Kawasaki. La consultora japonesa concluye: instalaciones caras, alto coste salarial. Con siete mil obreros y diez mil técnicos y administrativos menos se conseguiría una mayor producción. Una inversión aconsejada de ciento cincuenta mil millones de pesetas.

   La arteria del enfermo termina a reventar. Ocho mil quinientos millones de pesetas perdidos en 1982, cinco mil trescientos millones en 1983, catorce mil millones en 1986, trece mil millones en 1987… pozo sin fondo, quiebra técnica. El 28 de octubre de 1992, el Consejo de Ministros aprueba, junto a una aportación pública de seiscientos mil millones de pesetas, la creación de la Corporación de la Siderurgia Integral (CSI), que incluye bajo sus siglas a los eternos rivales Altos Hornos de Vizcaya y Ensidesa y que está estructurada en Planos, Productos Largos y Transformados. El primer paso fue dibujar el Plan de Competitividad, que idea la sustitución de cabeceras por miniacerías, como la compacta, cuya primera piedra acaba de ser colocada en Sestao.

   Nada más cruzar la barrera, el paisaje cambia de forma brutal. Los edificios “normales”, los de cemento, ladrillo y varios pisos, dejan lugar a enormes e incomprensibles estructuras férreas que tienen a un tiempo, aires de monumento y de ruina. Kilómetros enteros de gigantes de hierro encadenados por puentes de metal, sujetos por vigas de metal, cruzados por vías y tubos de metal, horadados por puertas y ventanas de metal, dan al conjunto un aspecto sobrecogedor. En cierto modo, parece una ciudad fantasma, abandonada por la mano del hombre y conquistada por el tiempo, el polvo, el óxido y el olvido. Los colores van del rojo herrumbroso de la tierra al gris plomizo del cielo. En medio, una mezcla de barros negros, de cristales rotos que dejaron hace mucho de ser transparentes, de barracones derruidos, de torres oscuras con vigas desnudas que amanecen hoy por última vez, de edificios que no volverán a ver la luz del sol. Chatarra. Toneladas de chatarra, montañas de hierros retorcidos que se mezclan en posturas imposibles, un kamasutra metálico cuyos reflejos pasan del gris al rojo, del rojo al negro, del negro al gris…

Félix Heras en el Horno Uno. 
   Sin embargo, la ciudad no está del todo muerta. No todavía. Si se ajusta la mirada a escala humana, algunos de esos gigantes dejan ver, entre sus pliegues y heridas, decenas de pequeñas siluetas en movimiento. Como hormigas, los trabajadores van ordenadamente de un lugar a otro, cumpliendo con precisión misiones para nosotros desconocidas, pero sin duda fundamentales: pican, cortan, sujetan, apartan, golpean, sueldan, almacenan, transportan, vigilan… En total quedan unas tres mil personas aquí. En tiempos, llegó a dieciocho mil.

   Altos Hornos de Vizcaya, el símbolo al rojo de la España industrial, se muere. A su enorme corpachón de acero le van fallando poco a poco los órganos, en un proceso lento de deterioro que comenzó hace casi tres lustros y que llega ahora a su fase final.

   Es 15 de febrero, y en un gran descampado, que hasta hace sólo unos días albergaba alguna de las partes de este gigante ya sentenciado, una carpa blanca e inmaculada se prepara para dar la bienvenida al sucesor. A su alrededor, los monos azules, con sus tres letreas AHV (Altos Hornos de Vizcaya), se mezclan con los monos blancos, a estrenar, que ostentan las nuevas siglas: ACB (Acería Compacta de Bizkaia). Los altos hornos se han convertido en acería compacta; Vizcaya, en Bizkaia.

La nueva generación.

   A la carpa blanca, levantada expresamente para la ocasión, llegan los políticos a pronunciar sus discursos y a colocar la primera piedra de recién engendrado heredero. El ministro de Industria, Eguiagaray, y el lehendakari Ardanza, celebran el nacimiento de la nueva planta, cuatro veces más productiva que la vieja, depositaria de una tecnología pionera que se va a utilizar por primera vez en Europa. Todo van a ser ventajas; menor tamaño, entre un veinte y un veinticinco por cien menos de costo; desaparición de procesos intermedios de transporte y almacenamiento de semiproductos; menor número de trabajadores (en total trescientos ochenta) y, por lo tanto, mayor ahorro. Ambos hablan de coladas continuas, planchones, productos largos, terminados en caliente, transformados, hornos eléctricos, prerreducidos, trenes de laminación en frío y bobinas de banda como si no hubieran hecho otra cosa en sus vidas que trabajar el acero.

   Solo un poco más allá, enfundado en su mono azul, Mariano Curiel no escucha los discursos. Tiene la vista perdida, fuera de la carpa, en algún lugar de la línea de estructuras del fondo. Allí, las grúas continúan su trabajo contra las siluetas rotas de los edificios. El cielo, de plomo y acero, pesa ahora como una losa. En aquellas torres, junto a la ría, Mariano ha pasado los últimos veintisiete años de su vida. Allí están, aún en pie, las baterías de coque, el material que, mezclado con el mineral de hierro y calentado a mil quinientos grados, se fundirá en arrabio, del que después se obtendrá el acero.

Mariano Curiel señala una de las baterías de coque.
   Mariano Curiel se acuerda del trasiego continuo de las gabarras que descargaban el carbón: “del barco, el carbón iba directamente a la torre de mezclas, donde hacíamos el coque. Después, por aquellas rampas del fondo, el coque llegaba hasta el horno alto”. No vemos las rampas, pero es igual. Mañana nadie más podrá verlas ya. Esas torres que Mariano mira con nostalgia serán derribadas justo al día siguiente. Ahora ya no se fabrica el coque allí mismo, como siempre se ha hecho; se trae, ya preparado, de otros lugares, Las baterías donde éste y muchos más hombres han gastado sus vidas ha dejado de ser útiles.

   Oficinas centrales de AHV en Baracaldo. Ignacio Agreda, director de Comunicación, explica cómo el proceso de concentración de las empresas siderúrgicas se ha hecho obligatorio en toda Europa. “En España, este proceso estaba aún pendiente. Las grandes siderurgias integrales, como Altos Hornos y Ensidesa, hace mucho que no son rentables. El Estado se encontró con participación en estas dos empresas, que además de perder dinero, eran rivales. Y entonces creó un organismo, la Corporación Siderúrgica, que las incluía a ambas. Un centenar de técnicos redactó un plan de viabilidad y se racionalizaron las tareas. Se pensó que este era el lugar adecuado para una acería compacta”.

   Y probablemente sea así. Si todo marcha como está `revisto, la nueva acería producirá, a partir de mediados del año que viene, un millón de toneladas de acero anuales, casi tanto como su gigantesco antecesor (las instalaciones de AHV ocupaban más de cinco millones de metros cuadrados y producían un millón y medio de toneladas anuales) y dividirá por cuatro los costes. La siderurgia, al fin, volverá a ser rentable en España.

Canales de fuego.

   Alto horno número Uno, turno de mañana. Los hombres están agrupados junto a las barandillas que dan al exterior. La boca del horno, alrededor de la que todos trabajan, no está al nivel de calle, sino varios metros encima. Algunos están sentados, otros permanecen de pie. Parece que no tienen demasiado que hacer, pero la impresión pronto se revela falsa. El trabajo, aquí, llega a borbotones, de forma discontinua y a mil quinientos grados de temperatura. El suelo es de arena y en la arena hay canales, regueras muy parecidas a las que utilizan los hortelanos para alimentar su huerta. Solo que por estos canales, en vez de agua, circula mineral fundido del que saltan chispas incandescentes, tan bellas como peligrosas. Al contacto, producen quemaduras horribles. Nadie conoce sus trayectorias, ni hasta dónde son capaces de llegar. Depende de la temperatura de la colada y de la humedad de la arena con la que hacen las barreras, depende de hacia dónde sople el aire, depende del destino. Javier Miranda, de treinta y nueve años, luce una quemadura reciente en el dorso de su mano derecha. Una costra a medio formar no consigue tapar del todo el pequeño boquete en la carne. Alrededor, un halo rojo revela una incipiente infección: “se pondrá peor –dice- es una quemadura de escoria, y esas son las malas. Si fuera de arrabio, sería más limpia, duraría menos y no se infectaría. ¿Qué cómo lo hice? Pues vi una chispa entrar derechita en mi guante. Me lo arranqué enseguida, la chispa apenas tuvo tiempo de rozarme, pero fue suficiente para hacerme esto”. Si hubiera tardado un poco más en darse cuenta, la chispa le habría podido atravesar la mano.

   Los hombres se acercan mucho al mineral fundido, a veces demasiado. “Cuando se atasca la reguera a la salida del horno –explica Gregorio Gundín, el jefe de equipo- hay que entrar hasta allí y desatascarla a mano, usando unas varas de metal. Hace tanto calor que se nos funden las suelas de los zapatos. Lo peor son los continuos cambios de temperatura, que nos machacan los huesos”. Llega una “cuchara torpedo· una especie de gran contenedor sobre raíles que se coloca justo debajo de la barandilla, la abertura superior bajo el canal por el que caerá el arrabio. Dos hombres, armados con largos palos metálicos, la herramienta más común aquí, se acercan a los caños ardientes y, mediante el simple procedimiento de retirar una barrera de tierra aquí y levantar otra allá, cambiar el curso de este candente río de lava a llenar la panza de la “torpedo”. En menos de diez minutos se vuelve a cortar ese canal y se abre otro, de desemboca en un segundo punto de carga. Las “torpedos”, una vez llenas, se dirigen a la acería, donde descargarán su contenido en grandes convertidores en cuyo interior se producirá el milagro y el arrabio se convertirá, por fin, en acero.

Gregorio Gundin observa como Francisco Javier Arruza toma la temperatura del arrabio.
Miedo al futuro.

   “Aquí hay tres maneras de reaccionar ante el cierre de Altos Hornos”, explica Gregorio Gundín, que a sus cincuenta y siete años es, hoy, el más veterano de todos los trabajadores que quedan en la empresa. “Por un lado están los que, como yo, hemos superado los cincuenta y dos años, que tenemos jubilación anticipada. Perdemos dinero, pero por lo menos tenemos el futuro resuelto. Luego están los que ahora tienen cuarenta y siete o cuarenta y ocho años. Aún no alcanzan la edad de la prejubilación, y están preocupados porque no saben si, cuando lleguen a los cincuenta y dos, seguirán teniendo derecho a cobrar. Tal como están las cosas, en cuatro o cinco años puede pasar de todo. Y luego están los más jóvenes. Para ellos es otra historia. Les han prometido recolocarles en otras empresa, pero no las tienen todas consigo”.

Dos operarios enfriando la boca del horno.
   Lo que Gregorio Gundín y su equipo tienen absolutamente claro es que hoy, 16 de febrero, sólo quedan doce días para que apaguen el Horno Uno, y con él sus puestos de trabajo. El 28 de febrero es la fecha fatídica. (Si todo va según lo previsto, cuando aparezca este número de ByN hará ya cinco días que el Horno Una ha dejado de funcionar).

   Faltan, pues, doce días para que el fuego se apague al mismo tiempo en la boca del horno y en los corazones de los que lo han mantenido vivo hasta ahora. “El horno –dice Gregorio- es como una persona. Tiene su carácter y hay que entender lo que nos dice en cada ocasión. Hay días que está alegre, Ahora, por ejemplo (y mira hacia la boca con cierta desconfianza) está a punto de empezar a soplar”. Eso significa que la lluvia de chispas se va a intensificar, reacción que se produce cuando el nivel de líquido dentro del horno baja demasiado. Solución: usar el cañón tapa piquera, que rota sobre sí mismo hasta introducirse en la misma boca del horno, donde escupe una masa negra que la sella. Más tarde, cuando el nivel de arrabio hay vuelto a subir, el precinto se romperá y en las regueras volverá a correr el mineral hacia las “cuchara torpedo”.

Andrés Díaz, vigilando en continuo flujo de agua 
de refrigeración del alto horno.

Final Inesperado.

   Andrés Díaz es el vigilante de agua del Horno Uno. Tiene 51 años y lleva veintidós en la empresa. Irá un año al paro, hasta que alcance la edad de la jubilación anticipada. Entonces, todo habrá terminado para él. “Es una pena –afirma- no tanto para nosotros, sino para los que vengan detrás. Altos Hornos era un símbolo, algo que parecía que no se iba a terminar nunca. Cuando uno entraba aquí, era como entrar en un ministerio. Ya tenía trabajo para toda la vida, ya se podía comprar un piso, y un coche, y formar una familia. Me pregunto de qué van a vivir los que vengan detrás. Pobres jóvenes”.

   Llegan las dos y termina la jornada del turno de mañana, que entró a las seis. Con cariño y esmero se limpian las regueras, se disponen los puentes de hierro sobre los canales, se retira la escoria, se deja todo dispuesto para el turno de la tarde. Unas cervezas en “El Alubiero”, el bar que lleva tres generaciones dando de comer y de beber al personal, y a casa. Mañana, como siempre, será otro día. No se terminan de hacer a la idea de que jornadas como la de hoy quedan pocas, muy pocas, y que lo que ayer parecía eterno hoy se disuelve entre los dedos con pasmosa velocidad. No se quieren hacer a la idea de que días como el de hoy ya jamás, nunca, volverán.


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Publicado por José Manuel Nieves y Pablo Duran en 1995

en la revista Blanco y Negro.

Obra original perteneciente a los fondos bibliográficos de la Fundación Sancho el Sabio Fundazioa. (Vitoria-Gazteiz).

http://hdl.handle.net/10357/11274



sábado, 18 de marzo de 2017

Malos humos.- 1994

Malos humos.- 1994


   Dicen en Barakaldo que es el único pueblo de Euskadi en el que no se puede agarrar una buena borrachera porque los efectos del amoniaco, que persisten en el medio ambiente, le quitan a uno todos los vapores etílicos. Este chascarrillo popular es reflejo palpable de lo que padecen a diario y desde hace décadas los 100.000 habitantes de la localidad vizcaína, como los vecinos de ambos lados de la ría del Nervión.

Las emisiones incontroladas amenazan muchos polos industriales.
   El sábado 22 e3 noviembre, más de 2.000 baracaldeses se manifestaron para protestar contra la muerte de Jesús Artiagoitia. Su hija Itziar, presente en la concentración, sólo acertaba a repetir con patetismo el último recuerdo de su padre: “Abrió la ventana, tragó todo y cayó fulminado al instante”.

   Jesús Artiagoitia, que acababa de cumplir 70 años, tenía costumbre de ventilar su habitación. Sin embargo, aquella noche, la bocanada de aire fresco fue una bofetada espesa, amarilla y tóxica. Esa misma mañana, una fuga en la empresa Rontealde, la vecina factoría de ácido sulfúrico, dio lugar a una concentración inusual de anhídrido sulfuroso o dióxido de azufre (SO2), 13 veces superior al nivel permitido por la ley.

   La bocanada de Artiagoitia es otro latigazo a la decadencia de Baracaldo. Núcleo de población agrícola y ganadera en el siglo pasado, se ha convertido a lo largo de este siglo en una urbe, una megalópolis industrial, consecuencia directa de la explosión siderúrgica. Nadie recuerda el Baracaldo verde y frondoso, el de las huertas de pimientos y espárragos. Con la llegada a mediados del siglo pasado de los Ybarra, los Cousset, los Krupp y los Geuschin, la huerta se transformó en fábrica, en hierros retorcidos con olores a azufre o amoniaco.

    A principios de siglo, la población de Baracaldo se multiplicó por 30. La expansión siderúrgica atrajo también a las empresas químicas. Sin embargo, la falta de control, la ausencia de medidas y una legislación benévola han causado estragos en el gran Bilbao.

   Los responsables de la empresa Rontealde, la responsable del escape, considera que se ha sacado de quicio el tema. Koldo Iturraeta, jefe de producción, estima que siempre se ha respetado las normas y que la emisión de anhídrido sulfuroso nunca ha superado los 150 microgramos por metro cúbico que establece la ley. Pero reconoce que, al poner en funcionamiento la máquina principal, ha podido haber una emanación superior. “Ha durado poco tiempo y la mala suerte que hemos tenido es que hiciera ese día viento sur y todo se quedara en Baracaldo, en vez de dirigirse hacia la ría”, recuerda.

   Esta versión choca con la del grupo ecologista Eguzki, que lleva años luchando contra los atentados que se comenten en su ciudad. Chimeneas de humo amarillo escoltan la calle Buen Pastor del barrio de Lutxana, frente a la fábrica Sefanitro y Rontealde. Fernando, miembro de la organización explica su postura:

   “Esto es continuo. Llevamos cerca de diez años peleando contra esta empresa. Primero para que no se instalara y después para que se controle. Pero aquí cierran todos los ojos, desde el Ayuntamiento hasta el Gobierno vasco”.

   Razón no le falta a este joven baracaldés. El escape registrado hace diez días, en la empresa Rontealde, es el sexto ocurrido en los últimos seis años. La muerte de Artiagoitia es la segunda causada por los escapes. Pero, en el juicio, los responsables de la empresa salieron absueltos del presunto delito ecológico.


   El dióxido de azufre, el cuerpo del delito, es una molécula con dos átomos de oxigeno y uno de azufre (SO2). Tiene muchas aplicaciones en la industria: se usa en la fabricación de ácido sulfúrico, sulfuro de carbono, disolvente, pasta de papel, gas de circuitos cerrados de refrigeración. Este producto genera fenómenos irritativos sobre la mucosa ocular que pueden derivar en conjuntivitis crónicas. El contacto a grandes dosis predispone a la acidosis metabólica, una vez que la sangre absorbe el SO2. La acidosis puede provocar trastornos en algunos órganos del individuo, como el músculo, respiración, corazón, incluso provocar arritmias cardiacas. ”Si  las concentraciones se elevan, todo se puede agravar y conducir una bronquitis, un edema agudo del pulmón o la muerte de sujeto. El principal grupo de riesgo lo componen las personas afectadas de bronquitis o enfisemas”, confirma el doctor Rafael Cabrera, del Instituto Nacional de Toxicología. Artiagoitia tenía problemas respiratorios.

Chimenea principal de la fábrica de Rontealde.
   “Nos van a matar a todos”, afirma Mari Carmen, vecina del barrio de Lutxana que acaba de recoger a su hijo de la escuela. Como muchas madres, el día de los incidentes corrió a buscar a su hijo. Acababa de oír por la radio que se cerraran todas las ventanas y que la gente se quedara en casa: “Me asusté, pero es así todos los días. De noche no puedes colgar la ropa porque al día siguiente aparece amarilla. Si es de Nylon, con agujeros”, explica Mari Carmen.

   Los coches, las fachadas de las casas y los árboles son también víctimas de esta contaminación. Según los ecologistas, durante muchos años y sin ningún control se ha vertido a la ría todo lo que contaminaba: “Seguimos a unos camiones que salían de la empresa y vertían al mar todos sus residuos”, comenta Fernando. En el bar Casa Social y Club del Jubilado del barrio de Lutxana de Baracaldo, jóvenes y viejos contemplan las chimeneas de las empresas químicas que lanzan al cielo los humos contaminantes. Forman parte de su vida cotidiana.

   “Es preocupante y hasta alarmante que los baracaldeses no se movilicen más. La gente reacciona sólo frente a la tragedia y es que en época de crisis y con mucho paro nadie está para que se cierren empresas aunque contaminen”, explica José Luis, un jubilado de 68 años.

   El Gobierno vasco acusa a los responsables de la fábrica de incumplir el protocolo a seguir en los arranques y paradas de la planta. Técnicos alemanes que pusieron en marcha hace casi diez años las máquinas de Rontealde se han desplazado hasta Baracaldo  para verificar las instalaciones. Desde el ejecutivo de Vitoria se afirma que no se persigue el cierre definitivo de la fábrica, sino que se resuelvan los problemas de emisión. La calle está convencida de que las medidas no servirán de nada y serán provisionales, que las empresas contaminantes seguirán como siempre a su libre albedrío sabiendo que el negocio es más importante que la salud de sus habitantes.


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Publicado por Gorka Landaburu y Javier Olivares el 7 de Noviembre de 1994

En Cambio 16

Obra original perteneciente a los fondos bibliográficos de la Fundación Sancho el Sabio Fundazioa. (Vitoria-Gazteiz).

http://hdl.handle.net/10357/15271