Adiós heavy metal.- 1995
Era el emblema de la revolución industrial
en un país de pocas máquinas, la obra magna de la siderurgia española. Altos
Hornos de Vizcaya, un símbolo en la margen izquierda de la ría de Bilbao, vive
una lenta agonía, a los 91 años de su nacimiento, víctima de la reconversión
del sector.
He oído un lamento. “¡Que fea, que
jodidamente fea era la fábrica! Pero, ¿sabes una cosa? Ahora nos damos cuenta
de que sólo nosotros la queríamos de verdad”.
Altos Hornos de Vizcaya nació de la fusión,
en 1902, de las grandes acerías de la margen izquierda de la ría de Bilbao.
Esta catedral herrumbrosa y humeante fue la obra magna de la siderurgia
española. Se levantó en lo que llamaban el Desierto, en Barakaldo, y en si
entorno creció una impresionante metrópoli proletaria. Primero fueron los cuarteles, los miserables barracones.
Luego, casas cooperativas bautizadas con un sueño, como El Hogar Futuro, El
Porvenir o La Aurora. Finalmente, bloques de viviendas tipo colmena. En los
años de esplendor, AHV llegó a emplear a 16.000 personas. Producía millones de
toneladas. Contaba con 50 kilómetros de vías propias de ferrocarril. Era
también un paisaje, una segunda naturaleza gris envuelta en niebla viscosa que
modificó tierra, mar y cielo.
Esto, algún día, fue el futuro.
Inmensas naves ocupadas por un silencio de
reloj destripado. Montañas de parva.
Con sus capas de colores geológicos. Pozos de escoria. Chaparrones
incandescentes. Turbinas que parecen la máquina del tiempo. Riachuelos y
cascadas de arrabio ardiente. Camiones arácnidos. Remolques cisternas a los que
llaman torpedos. Figuras humanas,
pausadas como buzos, surgiendo de nubes
de vapor. Uno espera que de un momento a otro salga de una esquina Mad Max o
una criatura motorizada del cómic de Moebius.
Estalla la Goma 2. Se desploma como una
araucaria aserrada la gran chimenea. Un viejo edificio se retuerce como
malherido dinosaurio de músculos metálico. Ciento cuarenta mil metros cúbicos
de escombro.
Lo que aparece es un hombre con traje de
faena, casco de seguridad y un ladrillo bajo el brazo. Piensa colocarlo encima
del televisor de su piso obrero.
Se llama Venancio.
Es barbudo. Lleva en la pechera una insignia
hace tiempo pasada de moda. Una estrella roja.
La barba está blanqueando. Los montones de
grafito brillan con el sol. Pasa un gato. Hay una estirpe de respetables gatos
en Altos Hornos. En tiempos eran profetas salvadores. Olían los gases,
detectaban el peligro. Por ahí siguen, paseando con elástico desconcierto,
maullando entre las ruinas.
Venancio mira alrededor. Chasquea la lengua.
Espero un discurso duro y justiciero. La denuncia contra la extinción de una
clase. La de los obreros nacidos antes de 1952. Haber cumplido los 40 años es
ser viejo. No entran en los planes de futuro. En boca de ejecutivos y
políticos, la palabra modernización es un abracadabra. En la margen izquierda
es una mierda. No la uses si quieres que se fíen de ti y no te tomen por un
cantamañanas.
Tampoco preguntes demasiado sobre el futuro,
por más que te haya impresionado la monumental maqueta de Bilbao Ría 2000. Juan
Antonio Mendieta, de 50 años, y Carlos Azpiolen, de 37, se acercan con
ladrillos renegridos bajo el brazo, Un souvenir
AHV para poner encima del televisor. ¿El futuro? Sí, claro que hay un futuro
para los jóvenes. “Meterse a hertzianas”,
bromean con sorna. “Hacerse policías”.
El último aullido potente de la margen
izquierda fue la Marcha de hierro.
Cientos de obreros siderúrgicos caminaron en columna de Bilbao a Madrid, en
octubre de 1992, para salvar sus puestos de trabajo. Se cerraba un círculo.
Cien años antes, al alba del 14 de mayo de 1890, saltó la chispa nueva en un
país de hierro. “Por el alto del túnel de La Arboleda bajaban a las nueve y
cuarto unos mil trabajadores en línea, precedidos de una bandera roja. La voz
que predominaba en este grupo era la siguiente: “¡Viva la unión obrera! ¡Abajo
los cuarteles!” (El Noticiero Bilbaíno).
Se iniciaba la primera gran huelga, saldada con éxito. El general Loma, al
mando de las tropas, acabó por dar en buena parte la razón a los obreros.
Gracias al convertidor Bessemer, un descubrimiento que permitía la producción
de acero por vía directa, las ricas hematites vizcaínas, hoy agotadas, se
habían vuelto oro y permitirían el desarrollo de una poderosa oligarquía. Pero
las condiciones de vida de los trabajadores eran penosas. Un observador
extranjero, I. Declaux, comparaba el abarrotado hospital minero de Triano con
“un destacamento quirúrgico militar en la línea avanzada de combate”.
En aquellos tiempos se destacó un líder,
Facundo Perezagua. He visto una foto suya, en sepia, en unos de esos libros que
ya no se escriben. La mirada lejana. La barba blanqueada. Los zapatones.
Venancio es clavado a Perezagua. Sus zapatones cuentan una historia. Tengo la
impresión de que ya los he visto antes. De que son los mismos zapatones de
currante que pintó Van Gogh en Alabama en 1936. Llegó a Madrid, al Ministerio
de Industria, con ellos en la mano, los pies llenos de ampollas, reventados.
Fue la imagen que inmortalizó aquella última batalla: Venancio con sus
zapatones en la mano.
Así que esperas un discurso duro, palabras
como puños cerrados, y surge una confidencia emotiva, como si el legendario
Perezagua viniera a despedirse. “¡Que fea nos parecía la fábrica! Jodidamente
fea. Todo era de color gris. Tiznaba la cara, la ropa, las casas. Escupías y
salía de color gris, como el grafito. Yo fui el último de baterías. Había que
beber agua todo el tiempo. Ahora que lo pienso, también eran grises los
uniformes y los jeeps de la policía.
Me sentía bien cuando nos rebelábamos. Parecía que cambiaba el color de las
cosas. Por la cuesta de La Iberia de Sestao íbamos los de Altos Hornos. Por la Gran
Vía, los de la Naval y Aurrerá. Por Vía Galindo subían los de la General
Electric y de la Babbcock & Wilcox. Era impresionante. Tenías la sensación
de ser algo de verdad. ¿Y ahora? Nos damos cuenta ahora de que sólo nosotros
queríamos de verdad a esta jodida fábrica. Los hornos de Barakaldo alumbran
todo Bilbao, tarararirarará. Se ha vuelto triste esta canción. Me gustaría que
no lo tirasen, el horno alto, el que sale en los cuadros y las fotos. Si, tío,
me entran ganas de llorar cuando lo miro. ¿A que es bonito? Ahora pienso en
eso. Sólo nosotros la queríamos de verdad. A la fea fábrica”.
Venancio González Mendiola, de 43 años, está
ahora sentado en el tresillo de su piso obrero, en Sestao, con su mujer,
Karmele, y su madre, María Luisa. La salita es muy pequeña. Debió de ser
complicado pasar el sofá por las puertas. En las estanterías del armario hay un
enjambre de gente. Retratos que se ponen a hablar, que recuerdan. Tres
generaciones de trabajadores de Altos Hornos de Vizcaya. El abuelo, que se quedó
paralítico cuando le cayó una plancha de metal encima. El padre. Los dos
hermanos compañeros de la empresa. En color, todos los pequeños de la estirpe,
ya bautizados con nombres vascos. En esta salita se tumbaba el chaval
revolucionario, de primer oficio hojalatero, cuando había que andar listo para
brincar por la ventana y huir. En una de las detenciones, en el temido cuartel
de Garellano, le hicieron mil perrerías, como la ducha fría la bañera y la
ruleta rusa. Un revolver en la sien.
“Adiós, chaval”. En otra ocasión, para pagar la libertad del mozo, su madre
tuvo que vender las dos vacas que le tocaban de la herencia.
“¿Le devolvió aquel dinero de las vacas?”.
“No, todavía no”, ríe la madre.
En tiempo libre es concejal en Sestao. Un
incansable todoterreno. Incluso los que no le votan te encomiendan a Venancio
para encarnar la historia de los de abajo. “Es uña y carne de AHV”.
“Soy comunista”, dice con una sonrisa como
si fuese Uncas, el último mohicano, al enseñar orgulloso el tatuaje de su
tribu. “Sigo teniendo ese ideal y voy con la cabeza alta”.
Nació escuchando el cuerno, la sirena de AHV. La factoría estaba ligada a su destino.
En la margen izquierda empieza a instalarse la terapia del olvido. Si la han de
tirar, mejor que no quede nada. Sí, fue el emblema de la revolución industrial
en un país de pocas máquinas, ¿y qué? No vamos a llorar ahora, como si fuera el
Partenón o la capilla Sixtina. Una parte se irá a la India para seguir siendo
fábrica. El resto será chatarra. La vida continúa. Altos Hornos de Vizcaya se
integra en el seno de la nueva Corporación Siderúrgica. En una parcela se
construirá la Acería Compacta de Bizkaia. Pocos empleos, es cierto, pero más
eficientes, en el umbral de la tecnología accionada por gente con bata blanca.
Lo demás es pasado. Se acabó una época. Así que a otra cosa mariposa.
Hay gente que lo ve de otra forma. Por
ejemplo, el barakaldés José Eugenio Villar en su magnífico libro Las catedrales de la industria. La
margen izquierda de la ría del Nervión fue una de las grandes concentraciones
industriales europeas. No hay grandes abadías románicas ni catedrales góticas.
Están los Altos Hornos, que cambiaron la historia. Dice Villar: “Las
actuaciones urbanísticas que está previsto realizar sobre espacios y paisajes
caracterizados por su dedicación industrial deben contemplar un entramado urbano
capaz de conservar elementos y paisajes que mantengan en la memoria futura una
imagen suficientemente evocadora del pasado”.
Venancio lo dice a su manera: “Deberían
conservar al menos el alto horno 1, que se creciese la hierba alrededor y los
niños preguntaran para qué servía eso”. Su interés no nace de las tesis de la
arqueología industrial, sino de las entrañas. “¿Qué quieres? Hay veces que lo
miro y me entran ganas de llorar. Se me inyectan los ojos como cuando
limpiábamos el azufre con sosa”.
Si fuera árbol, Javier Bilbao, de 45 años,
sería un roble. Es fornido como solo puede serlo un levantador de piedras o un
operario del horno 1. En el turno se masca silencio. Hoy es el último día para
el horno 1. Cuando entra en acción el perforador, me quedo imprudentemente
hipnotizado con los fuegos artificiales. Javi me desplaza hacia atrás con sus
brazos de hierro. Sabe lo que es dejarse la piel aquí. En una ocasión les
sorprendió uno de esos chaparrones. Es una quemadura insoportable. Las
partículas de mineral incandescente penetran en la carne como una mezcla de
napalm y metralla. Del hospital de Cruces recuerda como una bendición el alivio
de verse envuelto en una primera sábana empapada en agua. Hay otra huella más
profunda, que liga a este hombre a AHV con el lado duro de la vida. Aquí murió
su padre en accidente de trabajo, cuando él era solo un crío. Se despide del
horno 1 después de nueve años en este puesto. Cuando el calor se hacía
agobiante y todo el cuerpo rezumaba sudor, Javi tenía un recurso para
refrescarse: se veía en el monte, acompañado por su leal perro Toby, levantando perdices.
La metrópoli proletaria atrajo a miles de
inmigrantes. Ahora, la margen izquierda pierde población. Son muchos los que
piensan en el retorno. A Galicia. A Andalucía, A Extremadura. No es una
decisión alegre. He hablado con hombres quebrados que quisieran encontrar el
trébol de las cuatro hojas. Han enraizado aquí. Sus hijos les llaman aita (padre, en euskera). “Aita hace
hierro”, dice en la escuela el hijo de Carlos García, de 38 años, de familia
murciana.
Para nada piensa en volver a la tierra de
origen. Cuando deje de conducir arrabio ardiente por el cauce de arena
refractaria pensará en otra alternativa. Ha ido seis años a clase para entender
euskera. No le disgusta el
nacionalismo siempre que sea de izquierdas y solidario. Enciende un ducados y la bocanada de humo se
entrelaza con el vapor de la escoria.
Aita hace
hierro. Le gusta esa frase del hijo.
En la planta baja del edificio hay un gran
cuadro naturalista de anónimos aitas
que hacen hierro. Una composición en la que se funden hombres, máquinas y
fuego. En el pasillo del piso superior cuelgan retratos personales de los
próceres de AHV. Allí están los históricos apellidos, con chalé en Neguri, que
hoy mantienen su pedigrí y su influencia en la industria y las finanzas. Del
árbol de los Gandarias, una de las familias fundadoras, es Alfonso Berecua
Gandarias, de 37 años, abogado de AHV. Habla con orgullo de la “cultura
empresarial bilbaína”. “No se nos educó para ser funcionarios, militares o
notarios, sino para montar negocios y trabajar. Yo estudié en Deusto. Acabé la
carrera el viernes y empecé a trabajar el lunes. Nuestros bisabuelos y abuelos
iban los domingos a la fábrica. Y toda la pasta iba al negocio”. La crisis de
la siderurgia es muy larga de contar. La caída en picado de los balances de AHV
se inicia con la crisis de los setenta y se acentúa en los ochenta por la
competencia de centros de producción más baratos. Como los del Este, y el no
haber afrontado una renovación a tiempo. Altos Hornos está hoy integrada en la
Corporación Siderúrgica, y Alfonso es un asalariado del sector público. A pesar
de las circunstancias que atraviesa el País Vasco, es optimista sobre el futuro
económico y rebate con llaneza coloquial la tesis de una dejación empresarial
de la burguesía bilbaína. “De Neguri, irse, lo que se dice irse, nadie, ¡qué
cojones!”. Da la impresión de que me mira como Darwin a un bicho raro de las
Galápagos cuando le pregunto si no siente tristeza de que todo sea pronto
chatarra y escombro.
“¡Ni pena ni nada! ¡Quitamos las chimeneas y
ponemos otra cosa!”.
Es de noche. El último alto horno alumbra la
ría. Mañana tengo que ver la gran maqueta futurista del Bilbao 2000. Intento
retener la música de Gris Perla, el grupo de rock que ensaya en una casa que se
desmorona, separada de AHV por los raíles del tren y una alambrada. Debo de ser
un estúpido sentimental. No se me van de la cabeza los zapatones de Venancio.
“Solo nosotros la queríamos, a la fea
fábrica.
* *
* * *
Publicado por Manuel Rivas
en 1995
En El País Semanal.
Obra original
perteneciente a los fondos bibliográficos de la Fundación Sancho el Sabio
Fundazioa. (Vitoria-Gazteiz).
http://hdl.handle.net/10357/30179
Me encanta leer sobre la historia y desarrollo del País Vasco. Saludos desde mi CDMX.
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