sábado, 4 de febrero de 2023

El Rey en Bilbao, visita a los Altos Hornos.- 1907

El Rey en Bilbao, visita a los Altos Hornos.- 1907

 

El Rey disponiéndose a montar en el tren dispuesto para el servicio interior de los Altos Hornos
En la mañana del día 3 del corriente visitó D. Alfonso XIII la fábrica “La Vizcaya”, que la Sociedad de los Altos Hornos tiene en Sestao.

Llegó el Rey a las nueve en un bote del “Giralda”, en el que le acompañaba el ministro de Marina. El Rey vestía de almirante en traje de diario y el ministro iba de paisano. En otros botes iba el séquito de S.M., del cual formaban parte los generales Bascarán y Boado, el duque de Sotomayor, el marqués de Bayamo y el conde Grove.

En el muelle de la Benedicta que da acceso a los terrenos de la fábrica, se habían dispuesto un embarcadero y una tribuna.

El Rey en su visita a los talleres de "La Vizcaya" oyendo las explicaciones que 
de los trabajos le hizo el Sr. Zubiria.

Allí recibieron al Rey el gobernador civil, el militar, el Ayuntamiento de Sestao, el Consejo de Administración de la Sociedad de los Altos Hornos y el personal facultativo superior de la fábrica. En la tribuna daban guardia de honor los miñones. La banda municipal de Sestao y las cornetas de la guardia foral saludaron con la Marcha Real la llegada del monarca.

Después de recibir los saludos de las entidades y corporaciones citadas, el Rey subió con su séquito en el tren de servicio interior de “La Vizcaya”, ocupando un carruaje en cuya ornamentación figuraba la corona real. Todo el trayecto que este tren había de recorrer se había engalanado con banderas. En un arco de hierro adornado con los escudos de Vizcaya y Sestao, aparecía una inscripción que decía: “El personal de la fábrica saluda a S.M. el Rey”.

Los obreros de “La Vizcaya” reunidos en presencia del Rey

La Visita de D. Alfonso XIII fue larga y detenida, pues se prolongó más de dos horas. El monarca presenció con gran interés las más interesantes operaciones que allí se ejecutan.

Vista parcial de “La Vizcaya” y arco levantado para recibir al Rey. (Fotos: ADICROT)

Publicado en la revista Nuevo Mundo en 1907.

Fundación Sancho el Sabio. http://hdl.handle.net/1357/9997


miércoles, 1 de febrero de 2023

“Míster Nadie” ha muerto ahogado. - 1934

 

“Míster Nadie” ha muerto ahogado. -1934


En la tarde sombría del otoño ha entrado el barco en el Abra bilbaína. Va a escabullirse hacia la ría, bajo el portalón metálico del Puente Colgante, hermano del de Marsella y remedo de la torre parisiense que Eiffel erigió para la Exposición internacional años antes.

Quedan a un lado las “villas” alegres de Las Arenas, ahora batidas en sus cristales por la llovizna, antes plácidamente tendidas al sol; y al otro, las construcciones macizas, severas, de Portugalete, azotadas por el chubasco del Noroeste.

Entra el barco. Viene de Cardiff, de Glasgow, de Amberes, de New Castle, de Rotterdam, de Hamburgo, de Dantzig… No importa de dónde sean. Para el sencillo espectador del muelle, todos son ingleses, aunque sean alemanes, holandeses, polacos, belgas o lo que sea. Ingleses todos: los barcos, los tripulantes, los que nos llevan –o nos llevaban- el mineral de hierro y los que nos lo devuelven –o nos lo devolvían- convertido en maquinaria, alfileres u hojitas de afeitar.

Como el bilbaíno apenas matiza en estas cuestiones raciales, y ya hay amigo mío que cree que saliendo del puerto todo es América, a Inglaterra le hemos asignado, de siempre, toda la población “flotante” que entra por la ría, y al decir “flotante” se deja entender que entra flotando.

Enfilada la ría, los muelles ofrecen al barco la falsilla precisa para que, lentamente, precedido del práctico, vaya escribiendo el último renglón en la hoja de ruta, y la nave se adentra por ella, entre la floración de mástiles y chimeneas, guiada por la atracción irresistible de los campanarios.

Ya hay poco que hacer a bordo. Nada más que conservar la marcha justa hasta llegar al muelle de atraque. De modo que la gente sube a cubierta a ver el panorama y a comunicarse en voz baja lo que en voz alta no podría ser comunicado.

Ha quedado atrás la cara agria del mar, llena de las arrugas que le hace la ira incontenible y, por esta vez,  el monstruo ha sido vencido.

El suelo firme espera, y en el suelo firme, el amor movedizo y deleznable de las mujeres de alquiler, sirenas de baja estofa varadas en rincones apacibles, llenos de humo, de olor a vino y a humanidad sudorosa.

Aguardan en tierra unos brazos femeninos cansados de abrazar sin ganas, y otros labios pintarrajeados que beben sin sed, besan sin amor, mienten sin necesidad y blasfeman para presumir. Y el presentimiento de todo esto agolpa en la proa a los marinos, y la proa se llena de urgencias masculinas y de exclamaciones sonrojantes.


El Puente Giratorio, uno de los últimos baluartes del  anacrónico derecho de pontazgo, se abre reverenciosamente al barco que llega. Ha quedado atrás, envuelto en la gasa de la llovizna, todo el paisaje de la ribera, cuajado de recuerdos de guerras carlistas, ya la nave extranjera entra hasta el Arenal, hasta donde el tráfico marítimo acuchilla la población con su ir y venir de proas afiladas. Junto al muelle, recostado en un zócalo renegrido de gabarras sucias de carbón, queda a reposar la embarcación, mientras las grúas, con sus plumas ágiles y poderosas,  le hurgan en las entrañas de sus bodegas para robarles el secreto que traen de tierra extraña. Y antes que la noche llegue, el marino salta a tierra a vivir lo que ha había soñado en su angosta litera.

Estos marinos extranjeros, en cuanto saltan a tierra, son hombres al agua. Mejor dicho, al vino.

El vino es barato en nuestro país; inverosímilmente un alcohol con el que no reza la trágica sentencia de que “el  alcohol envenena lentamente”, pues el que envenena lentamente es el bueno. El malo es más rápido y expeditivo en sus efectos.

Estos hombres, guiados por su instinto, más certero que las indicaciones de un nomenclátor, hacen rumbo hacia donde quieren llegar. No hay brújula ni sextante que tan seguramente les haga recalar donde les espera el goce. A lo sumo, si antes de salir de los muelles han encontrado en las “tascas” próximas y pierden el timón en una marejadilla interior, solicitan una breve indicación del primer transeúnte que encuentran.

El dialogo es rápido, en el idioma universal de la mímica. El extranjero emplea una palabra rotunda, bestial, acaso la única que sabe en español, y la subraya con un ademán relativamente congruente, aunque sólo indica la acción de acostarse, y el transeúnte, que sabe que todos los caminos van a Roma, le señala con el índice la dirección que ha de seguir para ir indefectiblemente a parar más arriba de la calle San Francisco, donde hallará caricias de varios precios y alcohol de diversas graduaciones.

La calle de San Francisco es una calle de la Amargura para el nauta desembarcado. En ella hay una infinidad de tabernas y bares, y, por lo tanto, es una calle que, como la vida, hay que pasarla a tragos. El marino la recorre en zig-zag, trompicando de una acera a otra y de una a la otra tasca. Hasta que sus huesos, ajetreados por el viaje, reclaman reposo en un lecho de alquiler en el que yacer placenteramente.

La vida es corta y el viaje es largo. Uno no sabe en qué pliegue de las olas tendrá que dejar su cadáver consignado a los peces. Son muchos días de mar, colgado del mundo, comiendo pan duro y soñando con las delicias de la tierra firme, para que ahora se desdeñe la ocasión. Se apura el vaso y se apura el beso. Un día es un día y una noche es una noche. Son perogrulladas que el marino tiene muy en cuenta.

Luego viene el regreso al barco. Estos mozos rubios y renegridos vuelven al muelle encorvados bajo el peso del insomnio, bañados de optimismo y de alcohol, con la mente obnubilada y balbuceando una tonada impregnada en recuerdos de su rincón nativo. Rehúsan bruscamente ofrecimientos ya innecesarios de las busconas del muelle y se dirigen con paso incierto a su hogar flotante. Es suerte la de quienes, de tumbo en tumbo, equivocan el camino y van a caer, bajo el peso de su borrachera, en cualquier banco público. Porque a quienes no les ocurre este percance les queda la peor aventura.

Una borrachera normal duplica las imágenes en la mente del borracho. Pero si el borracho es uno de estos marinos, la borrachera no es normal, y ante sus ojos se multiplican los objetos. Y lo malo es que hay que pasar al barco. Y hay que pasar por una planchada angosta, de madera. Una planchada que al marino  se le hacen cuatro o cinco o equis planchadas.

-¡Qué amable el patrón!- deben balbucear en su lengua vernácula, un  poco adulterada por la trabazón que el vino pone a todos los idiomas. –Ha puesto cinco planchadas para que pase…

Y vienen las dudas, las perplejidades.

-¿Por cuál de ellas paso? ¡Pasaré por la de en medio!

El pie busca apoyo en el vacío. Un grito taladra la noche, y el cuerpo  de un marino borracho quiebra la lámina del agua.

Al día siguiente, o a los dos días, zarpa el barco, a encararse de nuevo con las iras y las calmas del mar. Lleva un hombre menos. ¡Bah, se habrá entretenido. Mañana hay que estar en Gijón y salir enseguida para Inglaterra. No es cosa de esperar a los que se entretienen. Estará detenido en la Comisaría, por alguna bronca, o le habrá retenido el calor de una mujer…

Al tercer día aparece un cadáver flotando en la ría frente a la Campa de los Ingleses. No se sabe quién es ni se pone mucho empeño en averiguarlo. Cualquiera. Mejor dicho, nadie. El Juzgado cumple su obligación levantando el cadáver. Y utilizando la pobre nomenclatura de la gente del muelle, define que es inglés. Aunque una madre y una novia le esperen vagamente en Holanda, en Alemania, en Polonia o en Bélgica.

El juzgado cumple su misión, y el enterrador del cementerio británico, la suya.

Sobre el cadáver del marino extranjero que pagó con su vida su última borrachera y su última noche de placer, una cruz cancela su vulgar historial de hombre anónimo.

“Míster Nadie” yace para siempre bajo los árboles del cementerio de Lujua, en un plácido rincón del valle de Asúa. Hoy, Día de Difuntos, nadie deposita una flor sobre la tierra en que reposa, nadie cuelga una corona en los brazos extendidos de su cruz, nadie derrama una lágrima sobre su recuerdo, ni nadie recita una oración por su alma. Nadie se acuerda del difunto “míster Nadie”, porque no hay quien suponga que él, victorioso de tantas tempestades en las que el mar se ponía en pie con toda su ira, fuese a morir en las apacibles aguas de la ría.


Y así fue. “Miste Nadie” murió ahogado más de trescientas veces en la ría de Bilbao. Más de trescientas cruces lo atestiguan en el cementerio británico.

Publicado por Benjamín Nuñez Bravo en la revista Crónica.