“Míster Nadie” ha muerto ahogado. -1934
En la tarde sombría del otoño ha
entrado el barco en el Abra bilbaína. Va a escabullirse hacia la ría, bajo el
portalón metálico del Puente Colgante, hermano del de Marsella y remedo de la
torre parisiense que Eiffel erigió para la Exposición internacional años antes.
Quedan a un lado las “villas”
alegres de Las Arenas, ahora batidas en sus cristales por la llovizna, antes
plácidamente tendidas al sol; y al otro, las construcciones macizas, severas,
de Portugalete, azotadas por el chubasco del Noroeste.
Entra el barco. Viene de Cardiff,
de Glasgow, de Amberes, de New Castle, de Rotterdam, de Hamburgo, de Dantzig…
No importa de dónde sean. Para el sencillo espectador del muelle, todos son
ingleses, aunque sean alemanes, holandeses, polacos, belgas o lo que sea.
Ingleses todos: los barcos, los tripulantes, los que nos llevan –o nos
llevaban- el mineral de hierro y los que nos lo devuelven –o nos lo devolvían- convertido
en maquinaria, alfileres u hojitas de afeitar.
Como el bilbaíno apenas matiza en
estas cuestiones raciales, y ya hay amigo mío que cree que saliendo del puerto
todo es América, a Inglaterra le hemos asignado, de siempre, toda la población
“flotante” que entra por la ría, y al decir “flotante” se deja entender que
entra flotando.
Enfilada la ría, los muelles
ofrecen al barco la falsilla precisa para que, lentamente, precedido del práctico,
vaya escribiendo el último renglón en la hoja de ruta, y la nave se adentra por
ella, entre la floración de mástiles y chimeneas, guiada por la atracción
irresistible de los campanarios.
Ya hay poco que hacer a bordo.
Nada más que conservar la marcha justa hasta llegar al muelle de atraque. De
modo que la gente sube a cubierta a ver el panorama y a comunicarse en voz baja
lo que en voz alta no podría ser comunicado.
Ha quedado atrás la cara agria
del mar, llena de las arrugas que le hace la ira incontenible y, por esta
vez, el monstruo ha sido vencido.
El suelo firme espera, y en el
suelo firme, el amor movedizo y deleznable de las mujeres de alquiler, sirenas
de baja estofa varadas en rincones apacibles, llenos de humo, de olor a vino y
a humanidad sudorosa.
Aguardan en tierra unos brazos
femeninos cansados de abrazar sin ganas, y otros labios pintarrajeados que
beben sin sed, besan sin amor, mienten sin necesidad y blasfeman para presumir.
Y el presentimiento de todo esto agolpa en la proa a los marinos, y la proa se
llena de urgencias masculinas y de exclamaciones sonrojantes.
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El Puente Giratorio, uno de los
últimos baluartes del anacrónico derecho
de pontazgo, se abre reverenciosamente al barco que llega. Ha quedado atrás,
envuelto en la gasa de la llovizna, todo el paisaje de la ribera, cuajado de
recuerdos de guerras carlistas, ya la nave extranjera entra hasta el Arenal,
hasta donde el tráfico marítimo acuchilla la población con su ir y venir de
proas afiladas. Junto al muelle, recostado en un zócalo renegrido de gabarras
sucias de carbón, queda a reposar la embarcación, mientras las grúas, con sus
plumas ágiles y poderosas, le hurgan en
las entrañas de sus bodegas para robarles el secreto que traen de tierra extraña.
Y antes que la noche llegue, el marino salta a tierra a vivir lo que ha había
soñado en su angosta litera.
Estos marinos extranjeros, en
cuanto saltan a tierra, son hombres al agua. Mejor dicho, al vino.
El vino es barato en nuestro
país; inverosímilmente un alcohol con el que no reza la trágica sentencia de
que “el alcohol envenena lentamente”,
pues el que envenena lentamente es el bueno. El malo es más rápido y expeditivo
en sus efectos.
Estos hombres, guiados por su
instinto, más certero que las indicaciones de un nomenclátor, hacen rumbo hacia
donde quieren llegar. No hay brújula ni sextante que tan seguramente les haga
recalar donde les espera el goce. A lo sumo, si antes de salir de los muelles
han encontrado en las “tascas” próximas y pierden el timón en una marejadilla
interior, solicitan una breve indicación del primer transeúnte que encuentran.
El dialogo es rápido, en el
idioma universal de la mímica. El extranjero emplea una palabra rotunda,
bestial, acaso la única que sabe en español, y la subraya con un ademán
relativamente congruente, aunque sólo indica la acción de acostarse, y el
transeúnte, que sabe que todos los caminos van a Roma, le señala con el índice
la dirección que ha de seguir para ir indefectiblemente a parar más arriba de
la calle San Francisco, donde hallará caricias de varios precios y alcohol de diversas
graduaciones.
La calle de San Francisco es una
calle de la Amargura para el nauta desembarcado. En ella hay una infinidad de
tabernas y bares, y, por lo tanto, es una calle que, como la vida, hay que
pasarla a tragos. El marino la recorre en zig-zag, trompicando de una acera a
otra y de una a la otra tasca. Hasta que sus huesos, ajetreados por el viaje,
reclaman reposo en un lecho de alquiler en el que yacer placenteramente.
La vida es corta y el viaje es
largo. Uno no sabe en qué pliegue de las olas tendrá que dejar su cadáver
consignado a los peces. Son muchos días de mar, colgado del mundo, comiendo pan
duro y soñando con las delicias de la tierra firme, para que ahora se desdeñe
la ocasión. Se apura el vaso y se apura el beso. Un día es un día y una noche
es una noche. Son perogrulladas que el marino tiene muy en cuenta.
Luego viene el regreso al barco.
Estos mozos rubios y renegridos vuelven al muelle encorvados bajo el peso del
insomnio, bañados de optimismo y de alcohol, con la mente obnubilada y
balbuceando una tonada impregnada en recuerdos de su rincón nativo. Rehúsan
bruscamente ofrecimientos ya innecesarios de las busconas del muelle y se
dirigen con paso incierto a su hogar flotante. Es suerte la de quienes, de
tumbo en tumbo, equivocan el camino y van a caer, bajo el peso de su
borrachera, en cualquier banco público. Porque a quienes no les ocurre este
percance les queda la peor aventura.
Una borrachera normal duplica las
imágenes en la mente del borracho. Pero si el borracho es uno de estos marinos,
la borrachera no es normal, y ante sus ojos se multiplican los objetos. Y lo
malo es que hay que pasar al barco. Y hay que pasar por una planchada angosta,
de madera. Una planchada que al marino
se le hacen cuatro o cinco o equis planchadas.
-¡Qué amable el patrón!- deben
balbucear en su lengua vernácula, un
poco adulterada por la trabazón que el vino pone a todos los idiomas.
–Ha puesto cinco planchadas para que pase…
Y vienen las dudas, las
perplejidades.
-¿Por cuál de ellas paso? ¡Pasaré
por la de en medio!
El pie busca apoyo en el vacío.
Un grito taladra la noche, y el cuerpo
de un marino borracho quiebra la lámina del agua.
Al día siguiente, o a los dos
días, zarpa el barco, a encararse de nuevo con las iras y las calmas del mar.
Lleva un hombre menos. ¡Bah, se habrá entretenido. Mañana hay que estar en
Gijón y salir enseguida para Inglaterra. No es cosa de esperar a los que se
entretienen. Estará detenido en la Comisaría, por alguna bronca, o le habrá
retenido el calor de una mujer…
Al tercer día aparece un cadáver
flotando en la ría frente a la Campa de los Ingleses. No se sabe quién es ni se
pone mucho empeño en averiguarlo. Cualquiera. Mejor dicho, nadie. El Juzgado
cumple su obligación levantando el cadáver. Y utilizando la pobre nomenclatura
de la gente del muelle, define que es inglés. Aunque una madre y una novia le
esperen vagamente en Holanda, en Alemania, en Polonia o en Bélgica.
El juzgado cumple su misión, y el
enterrador del cementerio británico, la suya.
Sobre el cadáver del marino
extranjero que pagó con su vida su última borrachera y su última noche de
placer, una cruz cancela su vulgar historial de hombre anónimo.
“Míster Nadie” yace para siempre
bajo los árboles del cementerio de Lujua, en un plácido rincón del valle de
Asúa. Hoy, Día de Difuntos, nadie deposita una flor sobre la tierra en que
reposa, nadie cuelga una corona en los brazos extendidos de su cruz, nadie
derrama una lágrima sobre su recuerdo, ni nadie recita una oración por su alma.
Nadie se acuerda del difunto “míster Nadie”, porque no hay quien suponga que
él, victorioso de tantas tempestades en las que el mar se ponía en pie con toda
su ira, fuese a morir en las apacibles aguas de la ría.
Y así fue. “Miste Nadie” murió
ahogado más de trescientas veces en la ría de Bilbao. Más de trescientas cruces
lo atestiguan en el cementerio británico.
Publicado por Benjamín Nuñez
Bravo en la revista Crónica.