Bilbao,
puerto cerrado.- 1919
Extraña notar cómo
este Bilbao, que tiene abiertos ante sí los caminos del mundo, es tan hermético
para las nuevas ideas universales. En la historia de la villa, el mar es
siempre la arteria vivificante. Desde
que la población se manumite de las luchas primitivas de sus banderizos y rompe
la marcha hacia lo futuro, es imposible hablar de ella sin hablar de su puerto.
En las orillas de su canal, los carpinteros de ribera levantaban costillares de
naves. Sus capitanes eran los más duchos de la península. Ya en un viejo
grabado del siglo XVII, aparece la ría llena de bergantines que arriban repletos
de bienandanza mercantil. La flota bilbaína traficaba con las colonias, con los
Países Bajos, con Inglaterra y toda la Escandinavia. ¿Cómo fue que el espíritu
errabundo, curioso, inestable, de aquellos hombres, no llenó de inquietudes el
país?. A veces he pensado si no habrá sido precisamente el quietismo del
labriego, el estatismo de la montaña, los que agobiarían a Elcano, a los muchos
vascos de alma exploradora que se lanzaron en pos de Colón. ¡Hombres enrolados
en carabelas que enfilaban sus proas hacia una descomunal quimera!.
Decididamente, hicieron bien alejándose. De haber estado tierra adentro,
hubieran sido gentes peligrosas y mal vistas: reformadores, descontentos, heterodoxos. Se fueron con los ojos sedientos
de nuevos panoramas y al regresar del periplo azaroso, hallaron su solar
inconmovible. Todavía hoy le dura esa resistencia. Yo no sé si atribuirla a la
forma un poco anormal en que aquí se crean los elementos directores del país.
En Bilbao no mandan las jerarquías nobiliarias; son los ricos los que ejercen preponderancia.
Esto no encerraría peligro, si no fuese porque aquí los ricos llegan en tandas.
El dominio de la riqueza es tolerable cuando logra tener buenas maneras. Un
hombre a quien encumbra un golpe de fortuna, es casi siempre vanidoso y
despótico, pero luego el ambiente va suavizando a las generaciones sucesivas.
La desgracia de las corrientes ideales que llegaban a Bilbao por los caminos
del mundo, ha sido encontrarse con una tanda de ricos, nueva e incomprensiva.
Los nietos de los enriquecidos por el auge minero de 1876, eran hoy hombres
afables, acogedores, tolerantes. No discutían con aquella terquedad de sus
abuelos, no se alzaban frente al obrero rebosantes de amor propio. Los
refinamientos, la sensibilidad del siglo los iban ganando. El reflujo que hasta
nosotros llegue del volcán del oriente de Europa, los hubiera encontrado
atentos. Mas de pronto, viene una nueva tanda de ricos, la del auge naviero,
hecha no por elaboración, sino por resurgimiento, y penetra en todos los
lugares donde se organiza la dirección del país. Las ideas universales que
quieran penetrar en Bilbao encontrarán otra vez, oponiéndose a su paso, un
bloque berroqueño.
“En la ría de Bilbao”.- Cuadro de Tomas
Campuzano.
|
Cuando todavía no
estaban estirpados definitivamente los sedimentos feudales, ese despotismo advenedizo
desentonaba menos, pero ahora su sola insinuación puede causar serias conturbaciones.
Los deberes sociales del hombre rico son mayores de día en día. Ha de revertir una
parte de su dinero sobre aquellos que le han ayudado a ganarlo; ha de ejercer, por
decirlo así, una munificencia reparadora. Cuando el rico dota a su ciudad de
una Biblioteca que permite adquirir cultura a los hijos de sus obreros, no hace
más que devolver el favor que antes le hicieron los obreros; auxiliándole a
formar la fortuna con que pudo comprar la Biblioteca. En todo el mundo se nota una
tendencia de justa mediatización. Estas teorías inyectan de sangre los ojos de
los nuevos ricos. No conciben que nadie pueda mandar en su dinero, aunque
ellos, en cambio, encuentran hacedero mandar en la dignidad ajena. Algunos
intentan presentarse como víctimas: “¡Pero es que nosotros lo hemos de hacer todo!”.
No comprenden, los necios, esa alta felicidad, ese alto orgullo de poder
ampararlo todo, de poder remediarlo todo. Cuanto mayor es la merced que se
desea, mayor es la potestad a quien se pide. Se implora de Dios la salud perdida,
la vuelta del desaparecido, lo que no está dentro de los poderes humanos. Si de
los ricos se solicita hoy tanto, es porque ellos son como dioses terrenales, y
pueden evitar, con su dinero, la muerte del hijo raquítico, la entrada en un
hospital, las horas de hambre con toda su cohorte de malas tentaciones. Pero este
placer de aliviar y consolar, este señorial deleite de acercarse algo a la
omnipotencia, no está en el catálogo de los regocijos opulentos. El nuevo rico
sólo juzga indispensables en su equipo dos utensilios: el automóvil y la
concubina. Lo demás le parece cosa de poco cuidado, a lo menos mientras haya
tercios de la Guardia civil.
Yo no entiendo cómo
se pueden vivir las horas actuales en tan profunda despreocupación y en tan
profundo egoísmo. Uno de los días de recientes fiestas atronaban una calle
principal (diez minutos antes de comenzar la corrida de toros) cientos y
cientos de automóviles que corrían trepidantes, veloces, enrareciendo el aire con
una neblina fétida. Junto a mí, por la acera, pasaron dos obreros. Uno de
ellos, calmosamente, dijo a su amigo: “En estos coches, hemos de ir nosotros al
trabajo”. Bajo la gasconada de ese obrero, había un concepto profundo. No
rechazaba, aun en plena subversión del orden presente, su deber humano de
trabajar, mas exigía, para después de cumplido ese deber, la suma de
comodidades que creía le eran debidas. Y en tanto esas ideas llenan de graves
alarmas y meditaciones todos los Estados, una gran parte de la juventud
vizcaína -que como juventud debía ser vanguardia- se enternece contemplando el
acervo de mojigaterías que pretende entronizar el nacionalismo. Para contener
la lucha de clases y atajar las sacudidas sociales, el nacionalismo ha inventado
un bálsamo de Fierabrás: el imperio de las buenas costumbres vascas, unas
costumbres ficticias, confeccionadas a base de sonido de tamboril, canto de
coros dóciles y hogueras para tostar heterodoxos. Yo no creo en, ninguna pasada
costumbre angélica de ningún país. Desde que hincamos los dientes en el fruto
del árbol de la ciencia del bien y del mal, somos propensos al pecado.
Revisando más de una vez las páginas del Fuero, la ley patriarcal y peculiar de
Vizcaya, he visto consignados castigos para homicidas, jugadores y blasfemos,
así como disposiciones sobre mancebas de clérigos e hijos habidos por mujer, en
dañado ayuntamiento, con clérigo o fraile. El pecado original ha endurecido la
cerviz de los hombres y nos hace caer en flaquezas. Las costumbres pasadas, como
obra de seres arcillosos, no fueron impolutas, a pesar de cuanto digan los que
quieren crear aquí un pueblo elegido que no se ha de juntar con el Heteo, el
Chananeo y el Jebuseo, para no contaminarse.
Regatas de balandros en Bilbao
|
Pero lo que se pretende
es vivir no de apariencias -que al cabo, si eran puras y se vivía de ellas, se
vivía de pureza- sino bajo las apariencias. Por salir con la verdad a la
superficie, unos cuantos pobres diablos de aquí y algún lansquenete literario
destacado en Madrid, han dado en decir que mis escritos van contra Bilbao,
cuando no van más que contra los procedimientos de ciertas gentes de Bilbao.
Esta habilidad de cubrirse con el decoro de la urbe no es rara entre nosotros.
Si las gentes dan con sus obras a la ciudad, sordidez, egoísmo y torpeza, la
ciudad no se desacredita, pero en cambio se la denosta si se publica la
conducta de esas gentes. No importa que a pesar de los millones entrados desde
1914, nadie –excepto D. Horacio de Echevarrieta- haya hecho una ofrenda
magnífica a obras de cultura; no importa que haya familias que duerman a la
intemperie; no importa que la prostitución, azuzada por el dinero, realice una
trágica siega entre muchachas apenas núbiles. Todo eso se cubre con blasonar de
los grandes presupuestos de las Corporaciones, con vestir bien a los guardias municipales
y dar unas carreteras cuidadas a los automovilistas veraniegos. Los optimistas a
ultranza, cuando escuchan estas cosas gritan: “¿Es que hay algo mejor en otros
lugares?”. Supongamos que no. No nos
importa. Precisamente de lo que se trata es de superar a los otros lugares. A
mi juicio, Bilbao es, entre todas las poblaciones españolas, la más viva, la más
enérgica, la que puede llegar a hacer mejores cosas. Por eso mismo, cualquier
error de orientación en ella es de una enorme trascendencia para toda España. Y
ahora, en los momentos más críticos de la historia, nos amaga ese peligro. Al
mismo tiempo que Europa está forjando rudamente los estatutos morales de lo futuro,
estos hombres enriquecidos de pronto, los del auge naviero, los de la última
tanda, amenazan invadir, llevando a rastras sus conceptos anacrónicos, los
escaños de las Corporaciones públicas, los Consejos de Administración, todos
los sitios donde el país tiene la rueda de su gobernalle. Las ideas universales
van a encontrar, como antes, un bloque berroqueño cerrándoles el paso. Sólo que
antes, las ideas eran calmosas, se avenían a estar cincuenta años desbastando
generaciones, y ahora tienen prisa, piden plaza y, si no se les hace, la toman por
sí mismas, terriblemente. Por amor a Bilbao, yo quisiera verla convertida en
guía de toda España; sedienta de curiosidad en el pórtico de los caminos del
mundo que se abren ante ella; ofreciendo su seno para la fecundación de todas las
ideas generosas. Esa superchería de buenas costumbres vascas a base de
tamboril, coro y hoguera, no le hace falta para nada. Está mucho más necesitada
de que su puerto cerrado se abra ampliamente y deje pasar una idealidad europea
y unas buenas costumbres europeas.
Publicado el 11 de Septiembre de 1.919
Por Joaquín Adán
En el semanario España.
No hay comentarios:
Publicar un comentario