jueves, 17 de septiembre de 2015

Bilbao, puerto cerrado.- 1919

Bilbao, puerto cerrado.- 1919

   Extraña notar cómo este Bilbao, que tiene abiertos ante sí los caminos del mundo, es tan hermético para las nuevas ideas universales. En la historia de la villa, el mar es siempre la arteria vivificante.  Desde que la población se manumite de las luchas primitivas de sus banderizos y rompe la marcha hacia lo futuro, es imposible hablar de ella sin hablar de su puerto. En las orillas de su canal, los carpinteros de ribera levantaban costillares de naves. Sus capitanes eran los más duchos de la península. Ya en un viejo grabado del siglo XVII, aparece la ría llena de bergantines que arriban repletos de bienandanza mercantil. La flota bilbaína traficaba con las colonias, con los Países Bajos, con Inglaterra y toda la Escandinavia. ¿Cómo fue que el espíritu errabundo, curioso, inestable, de aquellos hombres, no llenó de inquietudes el país?. A veces he pensado si no habrá sido precisamente el quietismo del labriego, el estatismo de la montaña, los que agobiarían a Elcano, a los muchos vascos de alma exploradora que se lanzaron en pos de Colón. ¡Hombres enrolados en carabelas que enfilaban sus proas hacia una descomunal quimera!. Decididamente, hicieron bien alejándose. De haber estado tierra adentro, hubieran sido gentes peligrosas y mal vistas: reformadores, descontentos,  heterodoxos. Se fueron con los ojos sedientos de nuevos panoramas y al regresar del periplo azaroso, hallaron su solar inconmovible. Todavía hoy le dura esa resistencia. Yo no sé si atribuirla a la forma un poco anormal en que aquí se crean los elementos directores del país. En Bilbao no mandan las jerarquías nobiliarias; son los ricos los que ejercen preponderancia. Esto no encerraría peligro, si no fuese porque aquí los ricos llegan en tandas. El dominio de la riqueza es tolerable cuando logra tener buenas maneras. Un hombre a quien encumbra un golpe de fortuna, es casi siempre vanidoso y despótico, pero luego el ambiente va suavizando a las generaciones sucesivas. La desgracia de las corrientes ideales que llegaban a Bilbao por los caminos del mundo, ha sido encontrarse con una tanda de ricos, nueva e incomprensiva. Los nietos de los enriquecidos por el auge minero de 1876, eran hoy hombres afables, acogedores, tolerantes. No discutían con aquella terquedad de sus abuelos, no se alzaban frente al obrero rebosantes de amor propio. Los refinamientos, la sensibilidad del siglo los iban ganando. El reflujo que hasta nosotros llegue del volcán del oriente de Europa, los hubiera encontrado atentos. Mas de pronto, viene una nueva tanda de ricos, la del auge naviero, hecha no por elaboración, sino por resurgimiento, y penetra en todos los lugares donde se organiza la dirección del país. Las ideas universales que quieran penetrar en Bilbao encontrarán otra vez, oponiéndose a su paso, un bloque berroqueño.

“En la ría de Bilbao”.- Cuadro de Tomas Campuzano.
   Cuando todavía no estaban estirpados definitivamente los sedimentos feudales, ese despotismo advenedizo desentonaba menos, pero ahora su sola insinuación puede causar serias conturbaciones. Los deberes sociales del hombre rico son mayores de día en día. Ha de revertir una parte de su dinero sobre aquellos que le han ayudado a ganarlo; ha de ejercer, por decirlo así, una munificencia reparadora. Cuando el rico dota a su ciudad de una Biblioteca que permite adquirir cultura a los hijos de sus obreros, no hace más que devolver el favor que antes le hicieron los obreros; auxiliándole a formar la fortuna con que pudo comprar la Biblioteca. En todo el mundo se nota una tendencia de justa mediatización. Estas teorías inyectan de sangre los ojos de los nuevos ricos. No conciben que nadie pueda mandar en su dinero, aunque ellos, en cambio, encuentran hacedero mandar en la dignidad ajena. Algunos intentan presentarse como víctimas: “¡Pero es que nosotros lo hemos de hacer todo!”. No comprenden, los necios, esa alta felicidad, ese alto orgullo de poder ampararlo todo, de poder remediarlo todo. Cuanto mayor es la merced que se desea, mayor es la potestad a quien se pide. Se implora de Dios la salud perdida, la vuelta del desaparecido, lo que no está dentro de los poderes humanos. Si de los ricos se solicita hoy tanto, es porque ellos son como dioses terrenales, y pueden evitar, con su dinero, la muerte del hijo raquítico, la entrada en un hospital, las horas de hambre con toda su cohorte de malas tentaciones. Pero este placer de aliviar y consolar, este señorial deleite de acercarse algo a la omnipotencia, no está en el catálogo de los regocijos opulentos. El nuevo rico sólo juzga indispensables en su equipo dos utensilios: el automóvil y la concubina. Lo demás le parece cosa de poco cuidado, a lo menos mientras haya tercios de la Guardia civil.


   Yo no entiendo cómo se pueden vivir las horas actuales en tan profunda despreocupación y en tan profundo egoísmo. Uno de los días de recientes fiestas atronaban una calle principal (diez minutos antes de comenzar la corrida de toros) cientos y cientos de automóviles que corrían trepidantes, veloces, enrareciendo el aire con una neblina fétida. Junto a mí, por la acera, pasaron dos obreros. Uno de ellos, calmosamente, dijo a su amigo: “En estos coches, hemos de ir nosotros al trabajo”. Bajo la gasconada de ese obrero, había un concepto profundo. No rechazaba, aun en plena subversión del orden presente, su deber humano de trabajar, mas exigía, para después de cumplido ese deber, la suma de comodidades que creía le eran debidas. Y en tanto esas ideas llenan de graves alarmas y meditaciones todos los Estados, una gran parte de la juventud vizcaína -que como juventud debía ser vanguardia- se enternece contemplando el acervo de mojigaterías que pretende entronizar el nacionalismo. Para contener la lucha de clases y atajar las sacudidas sociales, el nacionalismo ha inventado un bálsamo de Fierabrás: el imperio de las buenas costumbres vascas, unas costumbres ficticias, confeccionadas a base de sonido de tamboril, canto de coros dóciles y hogueras para tostar heterodoxos. Yo no creo en, ninguna pasada costumbre angélica de ningún país. Desde que hincamos los dientes en el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, somos propensos al pecado. Revisando más de una vez las páginas del Fuero, la ley patriarcal y peculiar de Vizcaya, he visto consignados castigos para homicidas, jugadores y blasfemos, así como disposiciones sobre mancebas de clérigos e hijos habidos por mujer, en dañado ayuntamiento, con clérigo o fraile. El pecado original ha endurecido la cerviz de los hombres y nos hace caer en flaquezas. Las costumbres pasadas, como obra de seres arcillosos, no fueron impolutas, a pesar de cuanto digan los que quieren crear aquí un pueblo elegido que no se ha de juntar con el Heteo, el Chananeo y el Jebuseo, para no contaminarse.

Regatas de balandros en Bilbao
   Pero lo que se pretende es vivir no de apariencias -que al cabo, si eran puras y se vivía de ellas, se vivía de pureza- sino bajo las apariencias. Por salir con la verdad a la superficie, unos cuantos pobres diablos de aquí y algún lansquenete literario destacado en Madrid, han dado en decir que mis escritos van contra Bilbao, cuando no van más que contra los procedimientos de ciertas gentes de Bilbao. Esta habilidad de cubrirse con el decoro de la urbe no es rara entre nosotros. Si las gentes dan con sus obras a la ciudad, sordidez, egoísmo y torpeza, la ciudad no se desacredita, pero en cambio se la denosta si se publica la conducta de esas gentes. No importa que a pesar de los millones entrados desde 1914, nadie –excepto D. Horacio de Echevarrieta- haya hecho una ofrenda magnífica a obras de cultura; no importa que haya familias que duerman a la intemperie; no importa que la prostitución, azuzada por el dinero, realice una trágica siega entre muchachas apenas núbiles. Todo eso se cubre con blasonar de los grandes presupuestos de las Corporaciones, con vestir bien a los guardias municipales y dar unas carreteras cuidadas a los automovilistas veraniegos. Los optimistas a ultranza, cuando escuchan estas cosas gritan: “¿Es que hay algo mejor en otros lugares?”.  Supongamos que no. No nos importa. Precisamente de lo que se trata es de superar a los otros lugares. A mi juicio, Bilbao es, entre todas las poblaciones españolas, la más viva, la más enérgica, la que puede llegar a hacer mejores cosas. Por eso mismo, cualquier error de orientación en ella es de una enorme trascendencia para toda España. Y ahora, en los momentos más críticos de la historia, nos amaga ese peligro. Al mismo tiempo que Europa está forjando rudamente los estatutos morales de lo futuro, estos hombres enriquecidos de pronto, los del auge naviero, los de la última tanda, amenazan invadir, llevando a rastras sus conceptos anacrónicos, los escaños de las Corporaciones públicas, los Consejos de Administración, todos los sitios donde el país tiene la rueda de su gobernalle. Las ideas universales van a encontrar, como antes, un bloque berroqueño cerrándoles el paso. Sólo que antes, las ideas eran calmosas, se avenían a estar cincuenta años desbastando generaciones, y ahora tienen prisa, piden plaza y, si no se les hace, la toman por sí mismas, terriblemente. Por amor a Bilbao, yo quisiera verla convertida en guía de toda España; sedienta de curiosidad en el pórtico de los caminos del mundo que se abren ante ella; ofreciendo su seno para la fecundación de todas las ideas generosas. Esa superchería de buenas costumbres vascas a base de tamboril, coro y hoguera, no le hace falta para nada. Está mucho más necesitada de que su puerto cerrado se abra ampliamente y deje pasar una idealidad europea y unas buenas costumbres europeas.

Publicado el 11 de Septiembre de 1.919

Por Joaquín Adán

En el semanario España.

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