Después de la catástrofe de Baracaldo.- 1929
Esta es la caldera en que explotó el
horno que ha causado
esos once muertos y esos veintidós heridos.
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De vez en cuando,
la vida de las ciudades- a esa vida que es tranquila, a pesar de su inquietud
–llega un eco de otra vida cercana y trágica. Un eco que es como un aviso y un
recordatorio. Como si una voz próxima dijese
a esas ciudades plácidas y felices: -¡Eh! No te olvides, ciudad, de que cerca de ti alienta un dolor, se agazapa un esfuerzo que puede,
cuando menos lo esperes, convertirse en tragedia. Cerca de ti, casi sin que tú adviertas su vida heroica, vive algo que, no
por ser menos escuchado, menos sentido, es menos real. Algo que en una hora
imprevista, en una de esas horas que engendra la Desgracia, puede ser sangre, y
grito y luto. Algo que entonces agujereará y estremecerá tu conciencia, ciudad...-
Y ese algo que un día
imprevisto estremece la conciencia de las ciudades es, una vez, la galerna cuyas
bocas obscuras tragan unas cuantas vidas de trabajadores del mar, en una hora
que hace viva la vieja frase: "¡Y aun dicen que el pescado es caro!...” Otra
vez es el grito angustioso de los obreros sepultados en una mina; de los
obreros que sienten sobre sí la doble trágica sombra: la sombra de las entrañas
de la tierra y la sombra de la muerte.
Y en otro momento,
como ahora, es la tragedia que busca como escenario el fondo dantesco de unos
altos hornos. La gama de los más desgarrados gritos humanos- esos once muertos,
esos veintidós heridos –ha puesto un dramático acompañamiento al estampido de
la explosión. Cuando cesó el estruendo de ésta, su eco era, sobre el
suelo, entre hierro y fuego, aquellos hombres rotos, aquellos rostros desfigurados,
aquellos cuerpos mordidos por las llamas. Habían cesado los gritos, al entrar las
vidas en el supremo silencio. Pero ya nuevos gritos-
los familiares, los camaradas -reflejaban la tragedia.
En el interior de los Altos Hornos,
obreros y familiares esperaban con trémula inquietud
noticias de los trabajos de
extracción de víctimas. |
Vizcaya
ha puesto crespones en sus banderas de trabajo y de esfuerzo. Como la gran
región, España siente también en lo más entrañable de su espíritu el luto de la
catástrofe. Hora de luto en Vizcaya, en la tierra de los cielos grises, de los mares
encrespados, de las entrañas de hierro, que a veces se agitan y se rebelan como
mares también. En esta hora, España estrecha emocionadamente la mano a la
región que ha visto en esa hora angustiosa el rojo de la tragedia al rojo de
sus Altos Hornos.
Pero
una vez cumplido este deber sentimental que todos los españoles tienen hoy con
Vizcaya, ante la tragedia de Baracaldo, queda
en pie algo que se eleva con fuerza y con gallardía de imperativo categórico:
la exigencia de responsabilidades por lo ocurrido, el establecimiento de
garantías de seguridad para el trabajo...
Bien es verdad que
ante los hechos de esta índole se ha convertido ya en un tópico la repetición
de esas viejas palabras: responsabilidades, garantías… Son las dos palabras que
acompañan siempre, en el retablo de la opinión española, a toda hora de dolor.
Muy nuestro, muy
español, esto de curar, en vez de prevenir; de lamentar lo ocurrido, en vez de
poner los medios para que no pudiera ocurrir. Para que los teatros pusieran un día
los telones metálicos, fue preciso aquel gran dolor de Novedades, luto en la
carne y en el corazón de Madrid.
La catástrofe de
ahora- once muertos, veintidós heridos -ha podido, según las informaciones de los
diarios, revestir proporciones mucho mayores, si la explosión se hubiese
proyectado hacia la carretera y no hacia la ría; en este caso habría volado el pabellón
de oficinas.
Miles de obreros acompañaron en Baracaldo
al cortejo de las víctimas de esta catástrofe.
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Por todo ello, por
lo que en ello hay, para la vida del trabajo español, de lección de dolor, es
preciso que esta vez el trágico hecho no tenga sólo las consecuencias de
siempre: los socorros a las familias de las víctimas, los comentarios sentimentales
de los periódicos. A la retórica fugitiva y lastimera de siempre ha de unirse, como
un grito viril- el silencio supremo de las víctimas está gritando también-, la
demanda de que se hagan una realidad efectiva, rotunda, aquellas dos palabras tan
gastadas y, sin embargo, tan poco verdaderas: responsabilidades, garantías...
Publicado el 25 de Octubre de 1.929
En el diario Nuevo Mundo.
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