jueves, 11 de febrero de 2016

Después de la catástrofe de Baracaldo.- 1929

Después de la catástrofe de Baracaldo.- 1929

Esta es la caldera en que explotó el horno que ha causado
 esos once muertos y esos veintidós heridos.
   De vez en cuando, la vida de las ciudades- a esa vida que es tranquila, a pesar de su inquietud –llega un eco de otra vida cercana y trágica. Un eco que es como un aviso y un recordatorio. Como  si una voz próxima dijese a esas ciudades plácidas y felices: -¡Eh! No te olvides, ciudad, de que cerca  de ti alienta  un dolor, se agazapa un esfuerzo que puede, cuando menos lo esperes, convertirse en tragedia. Cerca de ti, casi sin que tú  adviertas su vida heroica, vive algo que, no por ser menos escuchado, menos sentido, es menos real. Algo que en una hora imprevista, en una de esas horas que engendra la Desgracia, puede ser sangre, y grito y luto. Algo que entonces agujereará y estremecerá tu conciencia, ciudad...-
   Y ese algo que un día imprevisto estremece la conciencia de las ciudades es, una vez, la galerna cuyas bocas obscuras tragan unas cuantas vidas de trabajadores del mar, en una hora que hace viva la vieja frase: "¡Y aun dicen que el pescado es caro!...” Otra vez es el grito angustioso de los obreros sepultados en una mina; de los obreros que sienten sobre sí la doble trágica sombra: la sombra de las entrañas de la tierra y la sombra de la muerte.
   Y en otro momento, como ahora, es la tragedia que busca como escenario el fondo dantesco de unos altos hornos. La gama de los más desgarrados gritos humanos- esos once muertos, esos veintidós heridos –ha puesto un dramático acompañamiento al estampido de la explosión. Cuando cesó el estruendo de ésta, su eco era, sobre el suelo, entre hierro y fuego, aquellos hombres rotos, aquellos rostros desfigurados, aquellos cuerpos mordidos por las llamas. Habían cesado los gritos, al entrar las vidas en el supremo silencio. Pero ya nuevos gritos- los familiares, los camaradas -reflejaban la tragedia.

En el interior de los Altos Hornos, obreros y familiares esperaban con trémula inquietud
 noticias de los trabajos de extracción de víctimas.
   Vizcaya ha puesto crespones en sus banderas de trabajo y de esfuerzo. Como la gran región, España siente también en lo más entrañable de su espíritu el luto de la catástrofe. Hora de luto en Vizcaya, en   la tierra de los cielos grises, de los mares encrespados, de las entrañas de hierro, que a veces se agitan y se rebelan como mares también. En esta hora, España estrecha emocionadamente la mano a la región que ha visto en esa hora angustiosa el rojo de la tragedia al rojo de sus Altos Hornos.
   Pero una vez cumplido este deber sentimental que todos los españoles tienen hoy con Vizcaya, ante  la tragedia de Baracaldo, queda en pie algo que se eleva con fuerza y con gallardía de imperativo categórico: la exigencia de responsabilidades por lo ocurrido, el establecimiento de garantías de seguridad para el trabajo...
   Bien es verdad que ante los hechos de esta índole se ha convertido ya en un tópico la repetición de esas viejas palabras: responsabilidades, garantías… Son las dos palabras que acompañan siempre, en el retablo de la opinión española, a toda hora de dolor.
   Muy nuestro, muy español, esto de curar, en vez de prevenir; de lamentar lo ocurrido, en vez de poner los medios para que no pudiera ocurrir. Para que los teatros pusieran un día los telones metálicos, fue preciso aquel gran dolor de Novedades, luto en la carne y en el corazón de Madrid.
   La catástrofe de ahora- once muertos, veintidós heridos -ha podido, según las informaciones de los diarios, revestir proporciones mucho mayores, si la explosión se hubiese proyectado hacia la carretera y no hacia la ría; en este caso habría volado el pabellón de oficinas.

Miles de obreros acompañaron en Baracaldo al cortejo de las víctimas de esta catástrofe.
   Por todo ello, por lo que en ello hay, para la vida del trabajo español, de lección de dolor, es preciso que esta vez el trágico hecho no tenga sólo las consecuencias de siempre: los socorros a las familias de las víctimas, los comentarios sentimentales de los periódicos. A la retórica fugitiva y lastimera de siempre ha de unirse, como un grito viril- el silencio supremo de las víctimas está gritando también-, la demanda de que se hagan una realidad efectiva, rotunda, aquellas dos palabras tan gastadas y, sin embargo, tan poco verdaderas: responsabilidades, garantías...

Publicado el 25 de Octubre de 1.929

En el diario Nuevo Mundo.


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